En Chile en 1970, Salvador Allende, después de 5 intentos, era electo como el primer presidente comunista. EE.UU. de Norteamérica –interventor de la política chilena y de sinfín de países en el mundo, con grandes aportes de dinero a otros candidatos y planes desestabilizadores alternos, pero insuficientes– encolerizó. “¡Este hijo de pu…, gritó su presidente Richard Nixon, no culminará el periodo!”. Los espías potenciaron su acción introduciendo armas vía maletín diplomático para los ciudadanos descontentos. Sabotajes, destrucción de propiedad privada, atentados a civiles y militares y más actos violentos en el país que vivió casi una guerra civil.
Con una nación caótica, para 1973 Allende se encontraba solo y con un decreto de convocatoria a consulta para que los chilenos escogieran el fin de su periodo o dejarlo seguir. Muy tarde pues el ejército, al olvidar su casi centenaria tradición constitucional, había decidido injerirse. El instigador Augusto Pinochet, que aconsejaba a los ministros de estado ser duros con los conspiradores, apoyó finalmente la decisión porfiada del almirante José Toribio Merino del golpe de estado del 11 de setiembre de 1973. El bloqueo de Antofagasta, soldados armados en las calles de la capital Santiago y la primera proclama que instaba al “…Sr. Presidente de la República deberá abandonar su alto cargo a favor de los militares y carabineros de Chile…” configuraba lo que las últimas generaciones no habían visto ni oído.
Salvador Allende en su último discurso, en Radio Magallanes, la única que no había sido callada, no llamó a los chilenos a defenderlo, se despidió auspiciando para su país lo mejor. Después, acercaría el fusil de asalto AK-47 regalado por Fidel Castro y se dispararía en la boca. Terminaría este experimento de comunismo por senda democrática y abriría una etapa negra y escisioncita que todavía no cierra. Llegaron torturas, muertes sin juicio y desapariciones de seres queridos; 1 126 secuestrados que hasta hoy siguen sin aparecer. (O)
