A un político en ejercicio del poder, conservar la serenidad, guardar silencio inclusive en ciertos casos, respetar y valorar a sus opositores, le enaltece, le hace ganar respeto y le demuestra cuan formado estuvo para ejercer el cargo de elección popular.
Lo contrario es demostrar intemperancia, una especie de acomplejamiento, producto de tomar el cargo como púlpito para verter sus enconos, a lo mejor olvidar su pasado, o de sentirse en una nube.
Quien asume una responsabilidad político administrativa nacida en las urnas (presidente de la República, alcaldes, prefectos, concejales, etc.) así sea por un margen estrecho de votos favorables, está llamado a actuar con ponderación, a valorar el criterio en contra dentro del cuerpo colegiado, a ser investigado, auditado, tomado cuentas, no rendir cuentas.
Esas virtudes son parte de democracia, como lo son el disenso, la oposición, hasta las legítimas aspiraciones de quienes buscarán relevarlo mediante elecciones, para cuyo efecto aprovechan el mínimo de sus debilidades, de sus “meteduras de pata” y desafueros.
Varias de esas autoridades, en estos días se han dedicado a denostar, a pretender entablar querellas, a quienes, en ejercicio pleno de sus derechos ciudadanos, denuncian sus abusos, gastos superfluos, su poca importancia a proyectos de quienes integran las instituciones bajo su dirección ejecutiva, o revelan cómo, a lo mejor de sus espaldas, se engorda la burocracia dando cabida a parejas de esposos, a amigos de los amigos, o a consortes de otras autoridades, en una especie de festín económico para unos pocos.
Y lo hacen con lenguaje altisonante, con improperios, haciéndose las víctimas, acusando a sus acusadores de tener objetivos políticos sólo por denunciarlos, acaso omitiendo la misma vía usada por ellos para llegar a la cumbre del poder.
La ciudadanía no acepta esas poses de grandeza, de prepotencia. Al contrario, los pone el dedo y, tarde o temprano, los pasa la factura.