La Semana Santa, siempre ha tenido un matiz especial -más allá de la religiosidad-, que lo daban mis abuelas y el recuerdo que de ellas se aviva en estos días.
Ambas contribuyeron a que la Semana Mayor de los católicos, se revistiera de un halo particular de espiritualidad, misterio e imaginería popular.
En la niñez y adolescencia, obedecía sin chistar los mandatos emanados de las dos grandes mujeres, sobre todo en el adecuado proceder que correspondía al Viernes Santo. Había que madrugar, vestirse de oscuro y con recato, asistir a la iglesia y atender con devoción y velo en la cabeza la Santa Misa.
El divertimento era escuchar música sacra y ver las películas religiosas que se repetían cada año.
Desayunábamos agua de vieja con o mejor sin pan. Ansiábamos la hora del almuerzo, única comida del día, en la que se nos permitía hasta 2 platos de fanesca, arroz con leche o chumal.
No se podía bailar, hablar alto, beber; impensable bañarnos porque nos convertiríamos en pescado.
Ahora ya me baño. (O)