En un estudio de caso encontré el relato preciso a partir del testimonio de quien supiera lo que iría a ocurrir; no solo se trataba de un femicidio sino de una historia terrorífica previo al suceso.
Pido las disculpas necesarias por hacer eco de una serie de epítetos degradantes que aquella víctima tuvo que soportar y que muy probablemente ocurrieron con muchas que hoy ya no están. El llamarla zorra, mal parida, mantenida, inservible, asquerosa, fueron parte del repertorio al que acompañaron puñetes, patadas, empujones, halones de pelo e incluso amenazas con cuchillos, vidrios y metales oxidados… un femicida que sin duda materializó su enfermedad mental extrema y/o su maldad absoluta.
Tan solo imaginar que aquella víctima tendría que pararse erguida para defenderse o para protegerse mientras sus piernas le temblaban y su rostro sangraba sin saber de dónde provenía la sangre, es lo que se supone que debemos resarcir desde la competencia o atribución institucional, del hoy y del ahora.
La victimización indirecta queda perpetua después de aquella muerte, después de ponerle fin a una vida que nadie quiere para sí mismo. La violencia indistintamente de su tipificación, tipología, modalidad, ámbito, etc., surge de aquel espacio que por OBLIGACIÓN MORAL debe ser seguro, el hogar; por tanto, la violencia en el espacio público tiene su origen allí y mientras no exterminemos la maligna cepa, habrá más relatos como estos. (O)