Llevados por golpes mediáticos, por inauguraciones de relumbrón o por declaraciones sobre tal o cual asunto, importe o no, pasan desapercibidos los reales problemas de una ciudad.
Cuenca, desde hacía varios años acumula los efectos de uno grave, sin solución a mediano plazo: el de la movilidad, concretamente relacionado al tráfico vehicular.
Cada vez son más los “nudos vehiculares”, las largas y tediosas filas en calles y avenidas del alto tráfico, aunque casi lo son todas.
El crecimiento urbanístico de la ciudad hacia las cabeceras parroquiales rurales más cercanas profundiza el problema, en especial durante las mañanas, al medio día y al atardecer; es decir, cuando comienza y termina la jornada educativa y laboral.
A ese panorama nada halagador contribuye la existencia de redondeles mal diseñados o diseñados cuando el parque automotor aún era pequeño; igual los semáforos ubicados cada cuarenta o cincuenta metros, el estrechamiento de varias calles y avenidas para construir ciclovías, prácticamente inutilizadas, si bien la intensión fue y es la correcta.
Choques, colisiones, volcamientos, a veces con saldos trágicos por la pérdida de vidas humanas, son sucesos diarios, sin descontar el alto grado de contaminación ambiental y auditiva.
Tampoco debe obviarse la conducción vehicular desaprensiva, irrespetuosa de las señales de tránsito, ni se diga la siempre pospuesta integración entre el tranvía y los buses urbanos, estos últimos urgidos por cumplir horarios.
Cada año, entre 8 y 10 mil vehículos se incorporan al parque automotor de la ciudad. Súmese la longitud de cada uno y se obtendrá la cantidad de kilómetros de vías a ocupar.
El debate, cuando ocurre, no debe limitarse a los “embudos vehiculares” por la falta de un acceso amplio por el sur de la ciudad, o de reubicar la terminal terrestre, sino de asumir el problema de forma integral.
A ratos el barullo oficial y la dejadez ciudadana impiden tocar esos problemas con la urgencia debida.