Recurrentemente escuchamos y reproducimos que el trabajo es nuestro segundo hogar,
pero si compartimos dicho espacio por un promedio mayor a ocho horas diarias con
personas con las que circunstancialmente cohabitamos en un ámbito laboral,
probablemente el trabajo llegase a tener la importancia de un hogar, claro está que el
hogar y la familia es primero y tanto la cantidad como la calidad de tiempo, no son objeto
de negociación alguna.
Ahora bien, la rutina laboral promueve a hacer de la cotidianeidad un hábito y solo en
nosotros está en hacer de esa constante, un entorno saludable para el mayor beneficio
colectivo.
Somos todos quienes hacemos una institución y todos remamos hacia un mismo lado; sin
embargo, cuando las diferencias de criterios, las conductas y las aptitudes distan mucho
de lo que consideramos correcto, hago énfasis -respetando la concepción de lo que es
correcto- a depender de intereses notablemente individuales, lo correcto tiende a ser
subjetivo y discrecional.
Lo que se debe anteponer a las disimilitudes es el objetivo común y el bien mayor,
entendiendo que la hostilidad, sea esta leve, moderada o severa, se la debe afrontar a la
altura de lo que nos distingue en contextos de profesionalidad, a eso se le llama
inteligencia emocional; más allá de una resiliencia que nos someten a aceptar cuando lo
cualificado, así mismo, se vuelve discrecional. (O