¡Olimpismo para promover la paz y el respeto!

Gonzalo Clavijo Campos

La Carta Olímpica, que codifica los principios del olimpismo concebidos por Pierre de Coubertin, fundador de los Juegos Olímpicos modernos, especifica que: “El objetivo es poner siempre el deporte al servicio del desarrollo armónico del hombre, con el fin de favorecer el establecimiento de una sociedad pacífica y comprometida con el mantenimiento de la dignidad humana”.

En el deporte olímpico, todo el mundo es igual, independientemente de su origen, género, condición social o creencias. Este principio de no discriminación permite a los Juegos Olímpicos promover la paz y la comprensión entre todos los pueblos. El deporte ha logrado una ley universal: con independencia del lugar del mundo, las normas son las mismas y se basan en los valores universales del juego limpio, el respeto y la amistad.

En nuestro mundo globalizado, el deporte tiene un poder único para convocar y reunir a las personas y a las naciones; nos da la esperanza de que es posible un mundo mejor, porque es un ejemplo de interacción pacífica y de respeto.

Pero los organizadores de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos París 2024 no entendieron nada de estos principios esenciales, al presentar una grotesca representación de la Última Cena, donde los artistas eran “Drag Queens”, causando gran indignación no solo entre los fieles católicos, cristianos y evangélicos, al burlarse de una escena de inmenso significado espiritual, sino también entre los no creyentes que están en contra del irrespeto religioso e inclusive entre varios auspiciantes, quienes suspendieron sus anuncios.

No deja de sorprender que la misma tierra que vio nacer al Santo cura de Ars, a Santa Catherine Labouré, a Santa Teresita de Lisieux, la tierra de Notre Dame y el Sacré Coeur, de Santa Bernadette y Nuestra Señora de Lourdes, se atreva a mostrar en los Juegos Olímpicos tan aberrante representación.

Resultaron proféticas las palabras de San Juan Pablo II, quien reclamó a Francia la virtud de la fe. Esa fe de la cual sería Abanderada en antaño y hoy parece haber olvidado. Añade que: “tristemente, cuando la mirada no se eleva hacia el cielo, pierde la capacidad de alimentar la fe y apuntará hacia lo mundano e intrascendente y en este caso, claramente a lo decadente”. (O)