Nos han educado en la idea de que no nos podemos equivocar. Pero no nos han educado para saber qué es el error. No es, por cierto, el credo que proclamamos, sea religioso, técnico o político. El error siempre es de los otros (léase en clave irónica). El error es un acto imperdonable dentro de una disciplina, a pesar que ninguna disciplina está exenta de error. Y ¿quién establece qué es lo erróneo? Y si el conocimiento es solo un intento de explicación de la realidad realizado a través de un aparato tan defectuoso en términos de precisión como el lenguaje, ¿podemos seguir hablando de error? Quizá podamos cuestionar las certezas, y en ese ejercicio descifrar los errores, que por otro lado son momentos en la consolidación de esas mismas teorías, que nunca están enteramente acabadas. Podemos usar la lógica y establecer la calidad de los argumentos, pero de ahí a afirmar que no podemos equivocarnos, hay un abismo de diferencias. Luego, la educación está obligada a establecer otros criterios de evaluación de los aprendizajes, que no solo se concentren en descubrir los errores o falencias (muchas veces mnemotécnicas) del estudiantado. Ello implica realizar nuevas reflexiones sobre cómo estamos enseñando y para qué estamos enseñando. (O)
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