El Guabo y Pueblo Pata

David G. Samaniego Torres

Los nidos no se compran ni alquilan, se los teje lentamente pensando en el infante en camino, con la calma que la tradición enseña. Todos nacimos en un nido de innúmeros diseños y valores. Un denominador común nos entrelaza: los nidos fueron trabajados con esmero, paciencia y, muchos de ellos, con mucho amor. En esos diminutos habitáculos pasamos los primeros meses de nuestras vidas: unos más queridos que otros, muchos recibidos con Jubilo y … algunos con el miedo y la extrañeza de algo que no fue planificado pero que al fin llegó. La vida nunca deja de sorprendernos. Todo nacimiento es el milagro más grande que una mujer puede regalar al mundo con ayuda de su compañero de vida. Esa vida hoy, en ciertos  nidos, tiene menores mimos y  carece de esperas sosegadas porque la dinamia del momento actual y sus complicaciones existenciales han cambiado valores y están minando costumbres.

Cada tiempo tiene sus cuitas y jolgorios. Cada época sus imperativos y dádivas. Nosotros, querer o no, marchamos con la época: a veces la tenemos en nuestras manos y la manejamos, otras se nos suelta como potro desbocado generando prisas inusuales, alegrías con premura o tristezas de larga duración.

 Mis excusas por este largo preámbulo. Permítanme algo cercano a mi vida, algo real, de gratas añoranzas y recuerdos de un ayer cada día más lejano. Soy el segundo de un hogar de diez hermanos, entre hombres y mujeres. En Sígsig y en Pueblo Pata fuimos engendrados. Nuestra infancia conoció las bondades del cantón azuayo y la belleza de Morona Santiago. Dos días a mula era la obligada distancia entre estos dos espacios donde se forjó nuestra infancia, donde aprendimos a querer la tierra y amar la vida; donde la hermandad fue nuestra compañía y también el lugar que nos hizo humanos porque aprendimos a labrar la tierra y vivir en un mundo cercano a la vida y a la paz.

¿Y El Guabo? Es un anejo de Sígsig, allí quedaba la propiedad de nuestros abuelos maternos, lojanos los dos. Allí aprendimos a ordeñar vacas, buscar hierba para los cuyes, limpiar los carrizales, cortar alfalfa o deshojar choclos. Allí conocimos a nuestros primos, supimos qué era un candil, conocimos la oscuridad y escuchamos las historias más divertidas de labios del abuelo antes de que mamita Adelaida (nuestra abuela) nos pusiera en comunión con Dios. (O)