Un escenario tétrico vive el país. Quizás el más difícil de las dos últimas décadas. Como si todos los males esperaron y esperaron para brotar juntos en un solo momento.
Una sequía sin precedentes, cortes del servicio de energía eléctrica cada vez más prolongados y a punto de rebasar los límites de la paciencia, grandes ciudades en las cuales el racionamiento del servicio de agua potable está en la antesala, el ganado está a punto de quedarse si pastos; si son épocas de siembras, pocos querrán arriesgarse a enfrentar posibles pérdidas; la calidad del aire empeora, asoman enfermedades relacionadas al intenso calor y a la contaminación, los canales de riego, aun vaciando parte de las lagunas cercanas, languidecen; igual los ríos y quebradas convertidos en “pinturas” para ilustrar la desolación, es decir, estos tiempos difíciles.
Y como si todo eso no fuera suficiente, la proliferación de incendios forestales, en especial en el Azuay.
Con un sol canicular, cualquier objeto arrojado en las orillas de las vías, pajonales, bosques primarios, puede arder.
¿Son provocados? En parte, sí. Hay antecedentes de está conducta pirómana: o, para ser un poco blandos, por descuido. También por la costumbre atávica de “llamar” a las lluvias quemando chaparros.
Como sea, pero indigna y hasta genera impotencia ver la cantidad de incendios forestales en estos días, entre ellos en la zona de El Cajas. Es devastador.
Hace una semana, en zonas boscosas adyacentes a lo largo de la vía Cumbe-Oña-Loja, proliferaban las humaredas, cuando no las llamas.
Los bomberos, los grandes sacrificados en estos avatares, no se dan abasto. En ciertos casos, por lo inaccesible, ni siquiera pueden llegar a los lugares donde se elevan las llamas. En otros, se las combate con la ayuda de helicópteros. Resistir a tan nefastos tiempos, tiempos en los cuales la naturaleza parece rebelarse ante la destrucción provocada por el hombre, es la tarea.