Hace pocos días explicaba en mi clase de Teorías de la Comunicación la importancia de escuchar y permitir la expresión de una diversidad de opiniones, especialmente cuando el tema en cuestión es percibido como polémico. La explicación tiene bases tanto en la psicología como en la comunicación. Según Elizabeth Noelle-Neumann, cientista social alemana, cuando las personas sienten que su opinión está en minoría, tienden a caer en una «espiral de silencio». Este fenómeno no solo las lleva a refrenar su opinión, sino que, si su postura no es lo suficientemente firme, incluso pueden cambiarla. El riesgo de este proceso es evidente: la decisión final sobre un asunto puede no ser la voz de la mayoría, sino la de quienes gritan más fuerte, quienes se imponen mediante la violencia o la coacción.
La teoría de la espiral del silencio deja en evidencia que, cuando se limita la libre circulación del pensamiento, la crítica y la opinión, el resultado es un escenario donde la narrativa dominante no refleja necesariamente el sentir colectivo, sino la voluntad de quienes la controlan. Este fenómeno es particularmente alarmante en contextos donde, bajo el pretexto de “informes de inteligencia” o “estrategias de seguridad”, se utilizan tácticas gubernamentales para amedrentar a las voces disidentes. Estas tácticas van desde la detención en retenes policiales hasta el señalamiento público de personas con nombre y apellido, asociándolas a determinados grupos políticos.
El problema no se detiene ahí. No solo se expulsan las voces críticas o se judicializan a quienes tienen posturas incómodas para el poder; ahora incluso se pretende limitar expresiones culturales como el canto en manifestaciones, argumentando que constituyen «agresiones» contra las fuerzas del orden. Aquellos que aún tienen el valor de alzar su voz, a pesar de las advertencias, saben que su disidencia podría poner en riesgo su seguridad, su empleo e incluso su tranquilidad personal.
En un escenario de este tipo, el silencio se convierte en la norma. Y cuando el silencio domina, las encuestas, los debates públicos y los espacios de diálogo quedan a oscuras. La gente se abstiene de hablar, lo que dificulta medir el verdadero pulso de la opinión pública. Las ideas más profundas, aquellas que no se manifiestan ni en las calles ni en las redes sociales, pueden llegar a explotar en las urnas, dejando desconcertados a quienes no supieron escuchar a tiempo.
Me pregunto si para febrero no será ya demasiado tarde. (O)
@avilanieto