Menuda polémica ha causado el artículo “El narcoestado más nuevo del mundo”, publicado en la revista The Economist.
¿Es el Ecuador un narcoestado? No se trata de un término como para aceptarlo sin beneficio de inventario; peor ignorar sus repercusiones, en especial con los países con los cuales el nuestro tiene relaciones de toda índole.
Líderes de opinión, expertos en seguridad, han dado luces sobre todo para entender las condiciones por las cuales un Estado puede ser calificado de narcoestado.
Resumiendo sus aportes, si un Estado, el nuestro o cualquier otro, pasa, prácticamente, a ser gobernado por el narcotráfico, merecería semejante calificación. Todas sus funciones deberían haber sido penetradas por esta diabólica y criminal actividad, y, hasta cierto punto aceptada por la comunidad de habitantes.
Bajo estos parámetros, no cabría la conclusión de quien redactó, previa investigación in situ, el mentado artículo, desmentido, además, por el Gobierno a través del ministro de Defensa.
No se sabe si el Régimen, por medio de Cancillería, envió la réplica correspondiente a The Economist, de cuya seriedad nadie duda, pero tampoco es la perfección total como para aceptar todo cuanto publique.
Sin embargo, el hecho de merecer la atención y preocupación de la revista sobre todo cuanto acontece con la ola de violencia criminal, comandada por el narcotráfico, resulta sintomático.
Negar, opacar esa realidad cruenta, sería una aberración; pues se la vive quien sabe desde hacía unos cuantos lustros, más bien convertida en estos últimos años en una especie de monstruo, en cuyas fauces ha caído parte de la vida política, de la Justicia, la Fiscalía, de los órganos de control; se lo ve en los puertos de exportación, en el mercado sucio en el cual se lava el dinero malhabido, en la minería ilegal, en el narcomenudeo. En fin.
Ni aceptar del todo la conclusión letal de The Economist; tampoco vendarse los ojos y taparse los oídos.