Murió un día antes cumplir cien años de vida.
Desde muy joven don Alfonso se dio por comprar la lotería. Compraba más enteros que guachitos. En Navidad adquiría todos los que había. Soñaba con una Navidad millonaria.
Cuando el lotero no llegaba al pueblo se desesperaba, aunque ni tanto porque encargaba a algún fulano o mengano que lo comprasen si iban a la ciudad. O él mismo iba.
Con prolijidad de relojero suizo disponía el dinero que producía su hacienda: tanto para los jornaleros, tanto para la manutención familiar, ni mucho tanto para los dos hijos menores que iban a la escuela. Los otros cuatro se valían por sí mismos. Ayudaban para que la hacienda produjera más y más.
A que no saben que lo más del dinero, don Alfonso lo destinaba para comprar la lotería. Le compraba toda la carga al lotero, cuyo gozo lo demostraba saltando como un conejo. Comenzaron a llegarle otros loteros.
Como los periódicos no llegaban a su pueblo, don Alfonso era asiduo oyente de radio Cristal. Pegado el radio a su oído, oía la voz del locutor cuando decía dos, ocho, cinco, cuatro, cero. A él le encantaba comprar los boletos terminados en cero.
Su esposa Rosaura se hizo al dolor. Ver que su esposo solo pensaba en la lotería le quemaba el estómago; peor cuando, con mucha frecuencia, pedía al carpintero que le fabricara maletas a prueba de balas y llamas. Y grandes.
Sin avisar, don Alfonso viajaba a Guayaquil. Al volver repleto de cartones se encerraba en su cuarto, un cuarto grande que hizo construir adjunto al dormitorio, pero infranqueable para cualquiera, incluso para doña Rosaura, cuyo silencio lo compró a fuerza de gritos.
Había prohibido que le preguntaran si se sacaba o no la lotería. Un martes casi descarga su Smith calibre 38 cuando su hijo mayor le dijo que el viejo Elías, con un solo boleto ganó un platanal, justo cuando iban a rematarle su casa.
Un mes antes de la Navidad, el corazón de don Alfonso se apagó. Solo el lotero le tuvo pena.
Luego “del cinco”, los hijos no pensaron más que en ingresar a la fortaleza del padre, donde están, decían, las maletas repletas de dinero lotero. Dos de ellos, junto a su madre, reprobaron que sea cierto.
Zanjaron la discusión con una apuesta. Cuatro de ellos se quedarían con todo el dinero. Nada para los otros dos y mamá. Si estos se salían con la suya, les entregarían la mitad, y se arriesgaron.
Los peones abrieron las maletas a punta de combazos. Un viento fuerte elevaba por los cielos cientos de miles y miles de guachitos y enteros, santamente ubicados por mes y año de compra, apilados con Papá Noeles de plomo y herraduras de caballo. (O)