El niño lee, lo que no es común a su edad. Lee, porque mira leyendo a su madre, que se ha dejado los ojos leyendo toda su vida. Ama los libros, y tiene suerte, porque la casa tiene una biblioteca maravillosa. Le gusta la sensación de elegir un libro, pasar las hojas, buscar un papelito que haga de separador y comenzar: … “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”
El niño lee con pasión, todo lo que encuentra. Le fascinan los personajes creados por la ficción y las biografías de los gigantes de la historia, el hecho de que todo en ellos sea grande, descomunal: sus apetitos, su mal humor, su fiesta, su tristeza, su impulso autodestructivo, su violencia, su amor, todo en proporciones colosales; seres tremendos, sin puntos medios, pendulares siempre entre la gloria y la infamia; esos personajes le hechizaban, le seducían, mientras se convencía de que la vida debería ser así: todo o nada, el absoluto total.
Aún no sabe que seguirá leyendo año tras año el resto de su vida, y poco a poco, anhelaría borronear sus propias frases, encender su propia candela. El niño tampoco sabe, como podría saber, que tendrá una hija, que heredará el maleficio de la escritura. Lo que el niño tiene claro, es que quiere escribir, quiere narrar esa soledad que se metió bajo la piel, decir porque se cansó de tender la mano hacia un dios intratable que lo ignoraba; quiere llenar esos huecos que aún le quedan por nombrar, las lágrimas que se quedaron dentro y nunca salieron porque no saben cómo salir; el abrazo del hermano que faltó, los amigos, las aventuras, y el hallazgo del amor, una vez, otra vez y otra vez.
El niño imagina que el día se su muerte pedirá, sino puede él mismo, que alguien le lea un poco, quiere que su último aliento ocurra mientras está leyendo, que el libro quede abierto, sobre su pecho, como un ave dormida con las alas abiertas… (O)