Próximos a culminar el año lectivo, deberíamos evaluarnos todos: ministros, directores, coordinadores, docentes, padres de familia, autoridades y estudiantes. Nos hemos acostumbrado a medir el año escolar en cifras, pero eso, es solo una métrica porque el verdadero asunto exige otras preocupaciones mucho más humanas.
¿Cómo es posible —y qué inhumano resulta— que las guaguas tengan que estudiar en espacios horribles por su aspecto e inseguridad? Pizarras que se caen, aulas saturadas de alumnos, baterías sanitarias que apestan, patios lúgubres e infraestructuras que ya cumplieron su vida útil.
¿Qué niño o adolescente puede tener gusto de estudiar en lugares deprimentes, que años atrás eran motivo de orgullo para la educación pública?, lucen abandonadas por falta de presupuesto, no hay ni para una mano de pintura. Y así, los estudiantes deben resistir lo horrible de ir a la escuelita, como si fuera una penitencia en lugar de un derecho.
Que injusto es el sistema. Los que tienen dinero no someten a sus hijos a estos castigos. En cambio, la mayoría —que apenas percibe un sueldo básico— sí lo hace. Entonces, ¿de qué igualdad de derechos hablamos? La educación dejó de ser un derecho; ¡ahora es un privilegio!
Esperemos que los guambras aniñados -los que sí gozan de otra realidad educativa- al menos le saquen provecho a la inversión de sus padres. No vaya a ser el colmo que, teniéndolo todo, estén con psicólogo lidiando con “pendejadas”, mientras la mayoría enfrenta la brutal realidad de un país sin empleo, con pobreza, inseguridad y una educación pública con calificaciones en rojo frente a los estándares internacionales.
Y si tuviéramos que sacar el cuadro de notas, ¿cuánto se merecerían los ministros de Educación y el gobierno central en su desempeño en políticas públicas -si es que existen? Un cero redondo o una A de Ausentes, supongo. Total, aquí seguimos: las escuelas se caen a pedazos… pero al menos caen en orden, como si eso fuera parte del currículo oculto de una resignación nacional. (O)