La diversidad vegetal en parques, avenidas y espacios públicos no solo embellece el paisaje, sino que ofrece beneficios psicológicos y sociales comprobados. Numerosos estudios en neurociencia y psicología ambiental han demostrado que el contacto con la naturaleza reduce el estrés, mejora el estado de ánimo y fortalece el sentido de pertenencia comunitaria. La arborización, en este contexto, no es solo un lujo decorativo, sino una necesidad científica y ética.
Reconociendo estas virtudes, muchas ciudades han creado instancias técnicas responsables del cuidado de las áreas verdes. En Cuenca existe la Unidad Administrativa de Parques y Espacios Públicos del Departamento de Áreas Verdes, encargada del mantenimiento del mobiliario urbano y la gestión ecológica de plazas, parques, plazoletas y parterres. A su vez, la EMAC despliega cuadrillas especializadas que colaboran en la limpieza y restauración de estos espacios.
No obstante, a pesar de los esfuerzos institucionales, persisten desafíos estructurales y culturales. El mantenimiento no siempre es continuo ni eficaz, y muchas veces el trabajo realizado es rápidamente desbaratado por el abandono, la acción de animales callejeros o el irrespeto de ciertos vecinos. Algunos rompen plantas, instalan negocios improvisados o utilizan áreas verdes como talleres.
El problema no puede resolverse únicamente desde lo técnico o administrativo, se requiere de una filosofía de convivencia urbana, una ética compartida que reconozca a la naturaleza como sujeto de derechos y a la ciudadanía como corresponsable de su cuidado. La ciencia nos ha demostrado que las ciudades saludables son aquellas que integran armónicamente lo natural y lo humano.
El rol de los comités barriales es clave en este sentido: más que espectadores, los ciudadanos deben convertirse en guardianes activos de sus entornos. La arborización no es un simple acto decorativo; es una forma de resistencia frente al deterioro ambiental y al caos urbano. Cuidar una planta en la acera, respetar el árbol del parque, denunciar el daño ecológico o sembrar colectivamente son gestos que, aunque pequeños, encarnan una gran filosofía: la del respeto mutuo entre seres humanos y naturaleza.
Finalmente, propongo que las instituciones responsables de la arborización se asesoren con botánicos y paisajistas con enfoque ecológico y cultural, que sepan combinar ciencia, estética y pertinencia local. En lugar de imponer plantas por conveniencia contractual, ¿por qué no sembrar especies nativas u ornamentales que despierten los sentidos y cuenten historias? Qué inspirador sería que una calle se llamara «Dama de la Noche», y que en sus veredas floreciera el Cestrum nocturnum, cuyo aroma nocturno invite a la contemplación. (O)