Las vacaciones, anheladas por muchos, activan una economía estacional que beneficia a sectores como la hotelería, el transporte, la gastronomía y el comercio. Las ciudades turísticas se llenan, los servicios se dinamizan y cientos de empleos temporales se generan. El descanso, en ese sentido, no es solo una pausa: es también un motor económico que reactiva múltiples actividades.
Sin embargo, este dinamismo tiene su contraparte. Para muchas familias, las vacaciones no significan descanso sino tensión financiera. La falta de planificación, el alza de precios en temporada alta o la ausencia de ingresos estables transforman este periodo en una etapa de gasto forzado, endeudamiento o frustración. Mientras unos disfrutan, otros apenas sobreviven el mes.
En un país con altos niveles de empleo informal, sueldos bajos y escasa cultura de ahorro, la economía del descanso evidencia profundas brechas sociales. El descanso debería ser un derecho universal, no un privilegio condicionado al bolsillo. Apostar por políticas públicas que fomenten el turismo interno accesible, incentivar el ahorro programado y ampliar la cobertura del trabajo formal podría ayudar a equilibrar la balanza.
Descansar debería ser un acto reparador, no un lujo excluyente. Que la economía no solo se reactive con el descanso, sino que también lo garantice como parte esencial del bienestar. (O)