El enfrentamiento verbal entre políticos, de alguna manera es llevadero, siempre y cuando no se exceda de lo tolerable.
Varias autoridades de elección popular, incluso del mismo partido o movimiento al cual representan, se parapetan en las redes sociales para acusarse, lanzarse diatribas, justificar sus decisiones, y hasta para atizar a sus subalternos como mecanismo de autodefensa.
Así, el insulto es respondido de inmediato, los epítetos no faltan a la hora de descalificar, y hasta se ventilan asuntos técnicos y legales con un despropósito y desconocimiento dignos de mejor suerte.
Eso, de ninguna manera, es un debate (una palabra vaciada de su significado), peor una controversia tendente a resolverla en los mejores términos en pro del bien común.
La cólera, el machismo, la prepotencia, en algunos políticos al mando de alcaldías, prefecturas, en el legislativo, elevados a categoría de impotencia o fracaso, no llevan a ningún norte.
Muchas de esas reacciones impropias, no controladas anteponiendo la razón a la lengua, ni respetando a los demás, son replicadas en algunos medios, en especial los digitales.
Pero también, amigos, funcionarios, partidarios de quienes han caído en esa mala práctica, se enfrentan en las redes, atizando el clima de intolerancia, de polarización, ignoran su pasado y sus andanzas, confiando en la desmemoria colectiva.
Apena, por decir lo menos, y a manera de ejemplo de lo descrito, el enfrentamiento digital entre el alcalde de Guayaquil y la prefecta del Guayas; igual la invitación al ruedo propuesto por un exburgomaestre de Cuenca en contra de su sucesor, pero usando calificativos impropios; tampoco la reacción descalificadora del alcalde de Quito en contra de quien promueve su remoción.
Y los ejemplos sobran.
Las autoridades elegidas y sus contradictores deben ejercer el autocontrol. Un psicólogo clínico las puede ayudar.