“La marea alta levanta todos los barcos.” Esa frase, atribuida a John F. Kennedy, tiene su encanto, cuando la marea sube, suben todos los barcos, no dice “sube tu barco”, ni “el barco que más se queje”, ni “el que lleva más tiempo esperando”, suben todos.
Sin embargo, basta ver cómo reaccionamos ante el éxito ajeno para sospechar que no todos disfrutamos del oleaje y que a veces parece que la marea nos salpica más de lo que nos eleva, y en vez de alegría o inspiración, sentimos un celito incómodo, o directamente, cochina envidia. No es que queramos que al otro le vaya mal, solo que… bueno, que no le vaya tan bien.
La comparación, como explica Brené Brown, es el ladrón de la alegría. No porque admirar lo que el otro logra sea malo, sino porque lo usamos como medida de nuestro propio valor, nos olvidamos de que no estamos en la misma carrera personal. La envidia, en ese contexto, no solo es desgastante, sino improductiva.
Adam Grant, habla de transformar la envidia en admiración activa, propone pasar del «yo debería tener eso» al «qué puedo aprender de eso». Porque mientras la envidia se queda en la superficie del “¿por qué él sí y yo no?”, la curiosidad va más hacia “¿qué hizo diferente?”, “¿hay algo aquí que podría intentar?”.
La envidia nos encierra en comparación, mientras que la curiosidad nos abre posibilidades, nos permite observar sin juicio, tomar nota, inspirarnos, probar. Incluso descubrir que eso que tanto admirábamos no es lo que realmente queremos, pero esa claridad llega cuando miramos el éxito ajeno sin resentimiento.
Aprovechemos cuando sube la marea, seamos curiosos, arriesguemos, exploremos, inspirémonos, intentemos que esa marea también nos empuje un poco, después de todo, no vinimos a flotar solos. (O)