
El paro de una fragmentada CONAIE, a más de las millonarias pérdidas económicas y la muerte de tres personas, ha reflotado una serie de aspectos desagradables, incongruentes y hasta inconfesables.
No faltaron los insultos racistas, los memes cargados de odio, los adjetivos calificativos llenos de rencor, las inculpaciones, y hasta advertencias y amenazas veladas o manifiestas.
Una cosa es estar en contra del paro, sobre todo de los métodos utilizados -la mayoría violentos-, de sus consecuencias y hasta de los verdaderos propósitos.
Otra cosa son las reacciones impropias, alejadas de una auténtica crítica para oponerse a la protesta.
Pero también la intransigencia, no solo del Gobierno, sino de quienes comandan la protesta, un derecho constitucional, un derecho humano como muchos otros. Ha sido desvirtuado, desnaturalizado, a lo cual han contribuido el racismo, el regionalismo y una politiquería maloliente.
No han faltado las etiquetas, exacerbadas por las redes sociales, para ahondar el menosprecio por el otro, la acusación sin fundamento, o la reproducción de mensajes visuales y gráficos, sin importar cuan reales fueron.
Si unos acusan a otros de ser utilizados para promover la violencia, hasta de cobrar dinero, otros aprovechan la coyuntura para reflotar políticamente, toman para sí las causas de los manifestantes sin el mínimo análisis de la realidad nacional; también para desestabilizar y alimentar el caos.
Salvo raras excepciones, no habrá ecuatorianos que no se den cuenta de cómo el paro sirve para que una cuadrilla de políticos ahora aparecen como defensores de los derechos humanos, del derecho a la protesta, de las libertades, cuando, siendo gobierno, cometieron toda clase de abusos y arbitrariedades, llegando, incluso, a lo criminal.
El paro, como los anteriores, deja el peor saldo: la división entre ecuatorianos.