El país entero atraviesa un duelo profundo. Tres vidas se apagaron en el Paro Nacional, tres nombres que hoy representan la dignidad de un pueblo cansado de la indiferencia: Efraín, José, y Rosa Elena. No son cifras: eran hijos, padres, madres, comuneros que marcharon por justicia y regresaron envueltos en banderas. Sus muertes pesan en la memoria colectiva de los pueblos y nacionalidades indígenas, que durante 23 días sostuvieron con el cuerpo y el espíritu una lucha por la vida, mientras el Estado respondía con represión.
Las calles quedaron impregnadas del gas lacrimógeno, una inversión estatal que bien podía hacerse en otros sectores, la abundancia de narrativas racistas dejo ver el odio, la justicia no llegó a estos sectores. Pero el cansancio físico no supera el desgaste emocional que deja la violencia institucional: el miedo, la impotencia, la sensación de que la vida vale poco frente al poder.
El duelo no es solo por los caídos, sino por la democracia herida, por la imposición de la fuerza sobre el diálogo. Honrar a quienes murieron exige no olvidar, exigir verdad y justicia, y construir un país donde protestar no cueste la vida. (O)
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