Las minorías, en cualquiera de sus formas o circunstancias, merecen respeto, protección y reconocimiento de su identidad. Han sido, históricamente, marginadas y abusadas. Pero de allí a pretender imponer sus intereses y hacer prevalecer sus visiones sobre las mayorías, media un salto peligroso. Ese viraje copernicano —que convierte al oprimido en aspirante a opresor— es un despropósito en una sociedad que se dice civilizada y democrática.
En una democracia real, MINORÍA significa tener voz activa, capacidad de incidir en las decisiones del poder y de representar sensibilidades diversas. No se trata de mandar, sino de participar. Así se entiende la presencia de grupos que históricamente han luchado por dignidad y visibilidad: pueblos originarios, homosexuales, ambientalistas, anti-neoliberales, multimillonarios, totalitarios, científicos, ateos…
El problema surge cuando ciertas minorías, por complejos o frustraciones de todo jaez, se dejan atizar por falsos líderes, engrasados de prebendas. De ese fuego surgen consignas gastadas —IGUALDAD, FRATERNIDAD, LIBERTAD— que llenan imaginarios sin comprender sus contradicciones. Ese triángulo, tan bello en la consigna y tan ingenuo en la práctica, ha paralizado el desarrollo antes que impulsarlo.
La historia y la razón enseñan que al menos dos de esos ideales se excluyen entre sí. No puede haber máxima libertad y máxima igualdad simultáneamente. Si se concede la libertad plena, inevitablemente florece la desigualdad: el fuerte y el débil, el hábil y el torpe, el rico y el pobre. Pero si se busca igualar a todos, se restringe la libertad de la diferencia, que es precisamente el motor del progreso humano.
N. Bobbio, con la lucidez de los que piensan y no repiten, lo resume así: libertad e igualdad parten de visiones distintas: el liberalismo en individualista, conflictual, pluralista; el socialismo es colectivista, totalizante y monista. Para el primero, “el fin principal es la expansión de la personalidad individual”, en donde el más dotado crece en detrimento del menos favorecido. Para el segundo, “el fin es el desarrollo de la comunidad en su conjunto”, aunque para ello haya que reducir la esfera de la libertad personal.
He ahí el dilema eterno: o la libertad del individuo o la igualdad de la masa. Por eso se debe exigirse a líderes y “teóricos” un debate serio, profundo, con ideas y no con lodo. Que dejen de batir barro con mierda en el mismo sitio, como quien prepara un bahareque que se derrumba con la primera lluvia. Solo así podríamos aspirar a un Estado más lúcido, capaz de pensar su destino y no arrastrarse detrás de consignas. (O)