Venezuela vuelve a ocupar un lugar central en la agenda internacional. La especulación en torno a la posible presencia de la líder opositora María Corina Machado en la ceremonia del Premio Nobel de la Paz —que le fue concedido recientemente— dominó la conversación mediática y digital. Más allá de la duda sobre si asistiría o no, lo que capturó la atención fue el hecho de que su movilidad esté hoy limitada por las condiciones políticas internas del país.
A lo largo de la historia del Nobel, pocas figuras han generado tanta controversia como Barack Obama en su momento, o ahora Machado, por las señales que estos reconocimientos envían a sociedades que buscan referentes sólidos para sostener una idea de paz. Para cualquier ciudadanía es difícil aceptar el argumento de que la paz pueda imponerse mediante la fuerza, y más aún cuando dicha imposición podría profundizar el sufrimiento de un pueblo cuya estructura económica y social ya se encuentra debilitada. En este contexto, las posturas de Machado, que para muchos se acercan a la lógica de una ruptura institucional, intentan justificarse bajo el discurso de “defender la democracia”. Sin embargo, el fondo del mensaje refuerza la pregunta central: ¿hasta qué punto se puede hablar de defensa democrática cuando los métodos se asemejan a los de un golpe?
En paralelo, las declaraciones del presidente Donald Trump reavivan la posibilidad de una intervención militar en Venezuela. A pesar de la resistencia de la mayoría de estadounidenses a esta idea, Trump insiste en un relato centrado no en la democracia, sino en una supuesta guerra contra los carteles y el narcotráfico. Pero el desenlace que plantea -la remoción forzosa de un gobierno- no difiere en lo esencial de cualquier amenaza golpista. Es cierto que el origen democrático del régimen de Maduro es cuestionado por diversos actores internacionales, pero también es cierto que solo corresponde al pueblo venezolano decidir su futuro político, por vías institucionales y sin imposiciones externas.
Así, los discursos que apelan a salvar la democracia terminan cruzándose con prácticas que la erosionan. La opinión pública internacional se divide, como lo evidencian las manifestaciones en Oslo y la inquietud expresada desde Colombia. Pero lo fundamental permanece: derrocar un gobierno, por más cuestionado que esté, no convierte a nadie en defensor de la democracia. Lo convierte, más bien, en parte de la misma lógica golpista que se dice combatir. (O)
@avilanieto







