Cuenca se ha convertido en una de las ciudades más deseadas del Ecuador. Y, paradójicamente, también en una de las más inaccesibles para quienes la han habitado y construido a lo largo del tiempo.
No es casualidad; esta ciudad no nació de la prisa, se fue formando con paciencia, tal cual el agua de los ríos que la atraviesa y a la mano de la memoria de los pueblos cañaris, incas y mestizos. Construida con una arquitectura que aprendió a dialogar con el entorno, su identidad es el resultado de una relación profunda entre territorio, cultura y comunidad.

Durante décadas, la ciudad supo transformarse sin romper ese equilibrio, incorporados lenguajes contemporáneos, fortaleciendo su vida cultural sin negar sus raíces. Su capacidad de renovarse con respeto; es precisamente, uno de los valores que hoy la vuelve tan atractiva. Sin embargo, en los últimos años, Cuenca ha entrado en una fase distinta: una euforia por “tener un pedacito” de la ciudad ha generado una fiebre inmobiliaria que sin enfocarse en su gente ha provocado presión entre el coste de la vivienda y la vida cotidiana, convirtiéndola en la ciudad más cara del Ecuador, no por una mejora proporcional en los ingresos de su población, sino por una demanda externa que redefine el valor del suelo y del espacio urbano.

Si el patrimonio de Cuenca esta tanto en el centro histórico cómo en sus barrios, el desafío no está en cerrar las puertas a nuevas miradas y aportes, sino hacerlo sin desplazar aquello que hizo de Cuenca un lugar deseable: la relación de la gente con su territorio. Se trata de preguntarse cómo crecer sin desplazar, cómo innovar sin borrar, cómo atraer sin sustituir. El verdadero desarrollo no expulsa a su gente ni convierte la memoria en decoración; la integra, la respeta y la proyecta hacia el futuro. (O)