Ante la actual tragicomedia social me puse a buscar una palabra que retratara la personalidad de ciertas autoridades que amanecen con la necesidad espiritual, casi mística, de insultar a su opositor. Y por más que hurgué en mi memoria, no encontré un término universal para semejante vocación. Sin embargo, mis maestros de Psiquiatría y Psicología sí me enseñaron nombres clínicos para estas conductas, y uno de ellos me vino como anillo al dedo: la palabra que corona este escrito.
Coprolalia, ese impulso involuntario por escupir insultos y obscenidades. Involuntario, recalco, porque cuando aparece en síndromes neurológicos como el de Tourette no implica intención de agredir: la lengua actúa sola, como un caballo brioso que no reconoce jinete. Nada que ver con nuestros políticos y líderes con sus devotos fanáticos quienes, al parecer, padecen de insomnio creativo imaginando nuevas ofensas para lanzarlas al amanecer. Y si la injuria verbal no les basta, acuden a la copropraxia: ese arte de comunicar con gestos lo que la palabra ya no alcanza. Verdaderos virtuosos de la grosería performativa.
Este panorama me devolvió a mi querido pueblo, donde también existían disputas entre políticos, pero sin la espuma venenosa que hoy salpica. El afán de insultarse tuvo allí su propio teatro protagonizado por dos damitas mayores —que Dios ya habrá sentado en la misma banca y obligado a abrazarse— habitantes del barrio El Venado: Rosaura F. y Mercedes O. Se “amaban” con insultos hasta el punto que cuando la una decidió mudarse a Loja la otra la siguió para no perder el idilio del agravio. A este dúo habría que añadir a Eloísa M., que en el mercado pagaba lo que ella juzgaba correcto por sus compras, y las vivanderas, sabias, le sonreían: lo contrario significaba ser invitadas a un almuerzo verbal que preferían evitar.
Con las tres principales autoridades, la escena es casi la misma, solo que con más luces, micrófonos, redes sociales y egos. Ojalá que al dejar sus cargos no sigan cultivando esta práctica enfermiza, tal como lo practican exmandatarios. En ese sentido se parecen a mis perritos shih tzu del Tíbet: al menor indicio de mi llegada, mueven la cola y ladran como si la casa fuera un reino en disputa. Conviene recordarlo para prevenirnos de los apoltronados y evitar que sus ladridos políticos nos arruinen la digestión.
Un llamado para que no terminen de cabeza en el Infierno de Dante, esa apoteosis de la crueldad donde, en el penúltimo círculo, se celebran la deshonra y la falta de escrúpulos. (O)





