—Si pudiera cambiar algo que haya sucedido en estos diez años, ¿lo cambiaría?
José Francisco Urgilés Pizarro primero titubea.
—Que no se queme la casita. Me hubiera gustado que no se queme la casita humilde que teníamos…
El 23 de mayo de 2010, José Francisco tenía 10 años. Faltaban unas dos horas para que empiece a anochecer en Victoria de Portete, una parroquia del cantón Cuenca en donde prima más el verde de la naturaleza que las construcciones. Hacía frío, pero el negro —así le decían sus amigos a José— no lo sentía porque estaban recogiendo la hierba y jugando con sus hermanos y primas. En eso se asomó una prima hermana y les dijo que la casa se estaba quemando.
José no le creyó porque a ella le gustaba mentir, y aun así corrió hacia la casa de bahareque que se componía de dos cuartos grandes y una cocina. En las dos habitaciones, hasta hace un par de horas habían amanecido 16 personas (catorce niños y adolescentes, y dos adultos), un espacio y una realidad que es común en las zonas rurales del Ecuador.
Cuando José entró a su hogar vio que las llamas quemaban las paredes, la ropa, los muebles, y estaban por quemar la cama, en donde estaban durmiendo su hermano Johnny, de cuatro años y sus dos primas: Katherine, de seis, y Leslie, de un año y medio. Lo primero que hizo José fue cargar a quienes considera sus hermanos: a Katherine y Leslie las sacó por la puerta, pero a Johny tuvo que empujarlo por la ventana porque cuando intentó llevarlo hacia la puerta, el techo cayó a centímetros de donde estaban.
Luego, con sus hermanos a salvo, corrió hacia la cocina para levantar los cinco cilindros de gas que estaban allí. José recuerda que había tres cilindros llenos y dos vacíos. Su intención era que no exploten, y logró su cometido. Quería hacer algo más, pero el fuego envolvió el hogar en donde 16 personas, bien o mal, tenían una vida y una historia. Los niños habían sido felices, a pesar de que había días en que la plata no alcanzaba ni para comprar pan. El 30 de mayo, la vida de 16 personas cambió.
Las lágrimas
—Me llaman por teléfono y me dicen que la casa se ha incendiado. No me dijeron que se había destruido, no se atrevieron. Yo cuando llego veo a los niños afuera de la casita que ya no servía. Lloré porque no sabía qué iba a hacer.
Quien habla es doña María Pizarro, de 66 años. Repetirá una docena de veces “yo” porque ella era padre y madre de los niños que vivían en la casa negreada por el fuego. María siempre fue la encargada de alimentar, vestir, y sobre todo, de dar amor a un grupo de niños de padres que no se hicieron cargo de sus responsabilidades.
Doña María estaba trabajando en Cuenca cuando se enteró de que la casa de bahareque se había quemado. Una de las primeras preguntas que se hizo fue: ¿dónde van a dormir mis hijos? Para ella, sus nietos nunca fueron sus nietos, sino sus hijos. Y para los niños, ella nunca fue su abuelita, sino su mamá, su mami.
La respuesta a la pregunta, como no podía ser de otra manera, la obtuvo la primera noche que se quedaron sin hogar. José Francisco recuerda que les prestaron una casa mucho más vieja. Y para él eso no era un problema. Lo que temían era que se les venga encima el techo, porque la casa se movía de un lado al otro como un barco en medio del mar.
La primera noche, los niños y su madre lloraron, y entonces, los pequeños hicieron un círculo y abrazaron a quien no era su abuelita. En las siguientes noches de los seis meses que vinieron tras el incendio, la familia durmió en carpas, y por esa razón hubo el riesgo de que María Pizarro se quede sin sus hijos. Las precarias condiciones de vida eran una amenaza.
—Me dicen que me pueden quitar a mis hijos, y yo lloraba porque no sabía qué hacer. Entonces mis jefes me dicen que esté tranquila, que ellos me van a ayudar, y un día con un tractor destruyeron la casa quemada y levantaron una nueva.
A la ayuda de los jefes de doña María se sumaron las manos de varias personas, quienes ayudaron con materiales y obras. Al final se levantó una casita más grande, y los niños y la abuelita retornaron al terreno donde habían crecido correteando, recogiendo hierba y sembrando. Pero la historia no terminó allí, porque el incendio que provocó litros de lágrimas cambiaría la vida, principalmente, de José Francisco.
El niño héroe
En el 2011 se aprobó la Ley de Reconocimiento a los héroes y heroínas nacionales. El reconocimiento se haría a través del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, institución que llamó a todas las personas ecuatorianas que hayan realizado “actos únicos, verificables, de valor, solidaridad y entrega, más allá del comportamiento normal esperado y del estricto cumplimiento del deber”.
En el 2012, cuando faltaban pocos días para que termine la convocatoria, periodistas que habían conocido el acto de José convencieron a doña María para que inscriba a su nieto y sea considerado héroe. De tanto insistir, la abuelita aceptó y empezó a reunir las decenas de papeles que necesitaba. Recortó las notas del incendio, puso de testigos a sus vecinos y notarizó los documentos, y al fin los entregó.
Hubo personas que dijeron que había papeles faltantes, y que lo más probable es que José, que ya tenía doce años, no fuera declarado héroe. Sin embargo, dos años después, un periodista de diario El Mercurio les llamó y les pidió que sintonicen una emisora.
—Eran las ocho de la noche, y me nombran, y dicen que soy el único niño de la provincia del Azuay en ser nombrado héroe. Me quedé loco y me salieron las lágrimas. Fue el regalo más grande que me han dado hasta hoy.
José Francisco recibió el título de héroe nacional, y con ello tenía derecho a recibir dos sueldos básicos, una vivienda y una beca hasta finalizar la universidad, pero solo lo primero se cumplió.
Sueños por cumplir
Desde el 2014 José recibe mensualmente dinero, el cual, hasta el año pasado le entregaba en su totalidad a su abuelita, sin embargo, cuando el héroe cumplió 18 años formó una nueva familia. Aun así, el dinero lo divide en dos partes iguales: la una la entrega a doña María, quien todavía cuida a dos de los hermanos de José, y la otra se la queda él para alimentar a su pareja y a su hijo de cuatro meses.
—Que no se queme la casita. Me hubiera gustado que no se queme la casita humilde que teníamos. A pesar de que mi vida cambió con el incendio, si yo pudiera viajar en el tiempo o hacer algo, pues no quisiera que la casa humilde que teníamos se queme.
José tiene 19 años, trabaja como estibador. No pudo ingresar a la universidad, pero si algún día lo logra espera estudiar ingeniería de alimentos porque quiere, como la mayoría de personas de Victoria del Portete, trabajar y tener una fábrica de lácteos. También quiere ayudar a sus hermanos para que cumplan sus metas, entre ellas, la que tiene Johny, que ahora tiene catorce años: ser bombero.
Otro de los sueños de José es conocer a Erick Zhagui, un niño de 10 años de edad que el 13 de diciembre de 2019 rompió la ventana de un vehículo, que se había accidentado en Girón, para salvar a sus compañeros.
—¿Qué le diría a Erick?
—¡Qué le puedo decir! Yo sé lo que siente estar en problemas. Lo que él hizo es de héroes. Hay tener valentía para hacer lo que uno hace. No sé cómo, pero se tiene. La vida nos ha golpeado. Yo no conocí a mi papá, y mi mamá se fue. Pero a pesar de todo seguimos. Seguimos luchando y buscando ser felices. (I)