La mascarilla
En ciertos casos hay que ponerse, en otros dicen los entendidos, que es innecesaria. No es precisamente que se requiere para todos, aunque en un momento, todos la buscaron de cien en cien, de docena en docena, en cualquier color, modelo o presentación.
Algunos transitan con ella en vehículo o a pie. En motos, bicicletas, buses y taxis. Por cualquier esquina se ve. Las oficinas de atención se convirtieron en ambiente de precaución y una especie de intranquilidad. La usan, la llevan, la vuelven a usar, la cuidan y protegen. Dicen: para algo o para “alguna cosita” ha de servir. Más vale prevenir.
Entonces en el día a día, la mascarilla es la compañera de aventuras y de quienes, con ella su vida protegen. Pero al otro lado hay un punto en débil armonía. Pues, la humanidad no está en riesgo por el nuevo coronavirus. La extinción de ella (humanidad) no precisamente sucederá mañana. Se termina desde hace tiempo ya y por pesadas razones: la discusión de lo debido y la materialización de lo improvisado. La tensión del esfuerzo y la vigencia de lo inmediato. La batalla del cansancio con mérito y la fatiga de la astucia. Pues la humanidad no terminará por Covid-19, sino por lo frágil del deseo, la boga de lo mundano, el cemento en todo lado, las armas y el engaño sistematizado.
Y lo inverosímil es, que ni el pánico ni la pandemia han permitido mirar a lo fundamental: el sentido de compartir, preservar la serenidad y pensar en los demás. El egoísmo de las compras de docenas en docenas, es precisamente aquello, lo que generará más dolor y ansiedad para los demás. Y es que ni el cambio climático -avisado y anunciado- detuvo el sin sentido del derroche humano.
Ahora es momento de bajar banderas, eliminar trincheras, unir puentes, mantener serenidad y edificar una actitud hacia la unidad, hacia la vida, hacia la humanidad. Mejor dicho, si es que se puede, es momento de quitarse la máscara. ¡Qué digo! La mascarilla. (O)