Por Jackeline Beltrán
El otro día escuché a mi madre, profesora de una escuela rural, explicarle a la mamá de uno de sus estudiantes cómo instalar Whatsapp en su celular. Se comunicaban por una videollamada en Facebook.
“Busque la aplicación Play Store, tiene un triángulo”, le decía. La señora siguió todas las indicaciones y en pocos minutos mi madre pudo añadirla al grupo que había creado para comunicarse con los papás y mamás de sus estudiantes.
Ese día recordé lo difícil que debe ser en muchas casas seguir el ritmo de la educación a distancia y por canales digitales al que obliga el aislamiento para evitar la propagación del coronavirus. Los últimos datos oficiales disponibles (del 2018) dicen que apenas el 16,1 por ciento de los hogares del área rural del país tiene acceso a Internet. En el área urbana es un 46,6%.
Mi padre, también profesor, va a otro ritmo. Es maestro en una escuela fiscomisional de la ciudad y ha echado mano de todos los recursos que puede: correos electrónicos, mensajes por WhatsApp, videoconferencias o llamadas telefónicas personalizadas.
Mi padre es muy metódico. Desde que se suspendieron las actividades escolares, diariamente se sienta frente a su computadora a las 07:00 para enviar los materiales de la clase del día. Lo hace a la misma hora que debería estar ingresando al aula en días normales.
Un día lo vi bajar a la sala con su mandil de profesor. Tenía una videoconferencia con los estudiantes y sus papás. Lo que más recuerdo de esa reunión fue que les preguntó muchas veces si estaban conformes con la forma de trabajo o la cantidad de deberes.
Mi padre tiene 62 años y media vida como profesor. Se compró su primera computadora portátil cuando en el sistema educativo empezaron a reemplazar las planificaciones que llenaban cuadernos universitarios por los documentos de Word y Excel.
Hoy, su computadora está llena de planificaciones, exámenes, videos educativos, libros digitales y una serie de recursos que ha ido descubriendo de a poco. Al igual que mi madre, que últimamente está obsesionada con Microsoft Teams, una herramienta que descubrí gracias a ella.
Teams, como le dice ya con cariño, es una plataforma en la que se puede crear aulas virtuales, con la que están trabajando actualmente los docentes del sistema fiscal. Ahí pueden cargar los recursos para la clase, hacer un control de las tareas, dar y recibir capacitaciones, programar actividades…
Pero usarla implicaría capacitar también a padres y alumnos. Cuando empezó el aislamiento, de los 19 estudiantes que mi madre tiene, menos de la mitad estaban en contacto con ella por Facebook o Whatsapp. Empezó a llamar a los padres por teléfono, a buscarlos a través de los vecinos, a darles una clase rápida para que ayuden con el aprendizaje a sus hijos.
La tecnología obliga a los maestros –al igual que a la mayoría de profesionales- a reinventarse para seguir. Un virus los obliga a reinventarse rápido, a no fallarles a sus alumnos y padres, a demostrar que merecen su sueldo. Como un buen porcentaje de servidores públicos, los maestros aún no cobran su salario. Y hay instituciones fiscomisionales y particulares con una situación similar.
Este último mes ha sido de autoformación. He visto a mis padres inscribirse en cursos para mejorar sus capacidades, pasarse horas buscando recursos didácticos acorde a la realidad de sus estudiantes o pedirles ayuda a sus hijos millenials cuando se encuentran con una herramienta desconocida.
También son días de aprendizaje para los papás y mamás. Como doña Priscila –así le dice mi padre-, que aprendió a usar Skype, o doña Lucía, que le ayuda a su hijo a hacer capturas de pantalla mientras él da clases desde la sala de la casa.
Una de las lecciones que nos está dejando esta crisis sanitaria es que aprendemos a valorar el trabajo de los otros: del médico que se aísla de su familia para dedicarse a salvar vidas, del recolector de desechos biopeligrosos de los hospitales, de los repartidores que dejan las compras de la semana en la casa y por qué no, la del maestro o maestra que cuida, entretiene, enseña a sus hijos durante 10 meses al año, aunque estos días también deban quedarse en casa. (O)