OPINIÓN|
El encierro forzado por la pandemia del COVID-19, nos sorprendió a todos, en medio de la normalidad a la que no le habíamos puesto atención ni la comprendíamos; hasta que, en forma imprevista, como si se tratara de un desastre natural que acaba de arrasarlo todo, nos hundimos en la oscuridad, abatidos por la angustia, la incertidumbre y la desazón.
Además de las preocupaciones económicas y del futuro brumoso que se perfila en el horizonte, el encierro para algunas personas ha resultado insoportablemente tedioso.
Sin embargo, a los que nos gusta leer, esta cuarentena nos ha servido para ponernos al día en esas obras que se iban acumulando en las librerías, o, en un intento por regresar a nuestros mejores tiempos, hemos vuelto a esos libros, aquellos que nos sobrecogieron y nos arrancaron lágrimas.
La lectura o goce de los libros, ha sido considerada siempre entre los encantos de una vida culta y respetable para quienes se conceden rara vez ese privilegio. Es fácil comprenderlo cuando comparamos la diferencia entre la vida de un hombre que no lee y la de uno que lee.
El libro vuelve a la vida, cada vez que se lo abre, ésa es la magia de la palabra; para comprender esta magia es necesario aprender el arte de leer, y así aspirar a ser hombres libres, y no esclavos, residentes habituales de esta cárcel de arcilla que es nuestro cuerpo; idolatrado por los siervos del consumo y los adoradores del “Dios Mercado”.
El hombre que no tiene la costumbre de leer, está apresado en un mundo inmediato con respecto al tiempo y al espacio, su vida cae en una rutina fija; está limitado al contacto físico y a la conversación con unos pocos amigos y conocidos, y sólo ve lo que ocurre en su vecindad inmediata.
Cuando una persona toma un libro en sus manos, entra en un mundo diferente, y si el libro es bueno, se ve inmediatamente en contacto con uno de los mejores conversadores del mundo; éste lo conduce y lo transporta a un país distinto, a otra época, o descarga en él, algunos de sus pesares personales, o discute con él un aspecto de la vida de la que el lector nada sabe.
Vivimos en un mundo convulsionado, para emancipar nuestros corazones y liberar nuestro espíritu, seamos amigos de los libros, y comencemos a leerlos: el menú de la lectura es interminable, lo único sensato que podemos hacer es participar del festín, y no quejarnos de la monotonía de la vida. En las bibliotecas viven eternamente los más grandes espíritus de la humanidad; con infinita paciencia esperan que alguien los invite a salir de su silencio. (O)