EDITORIAL|
La recta administración de justicia es y ha sido esencial en el largo y tortuoso camino a la democracia. La voluntad –con frecuencia sujeta a caprichos y ambiciones- de los que controlan el poder tiene que ser completamente ajena a la justicia. Los que manejan el poder económico privado tampoco pueden intervenir, pues la ambición medida o desmedida interviene y a veces deforma el real conocimiento de los hechos cuestionados. Imparcialidad y probidad son características inamovibles de los jueces, además de un conocimiento razonable de las normas jurídicas vigentes. Debido a las imperfecciones propias de la condición humana, es explicable que alguna vez un juez cometa errores, pero deberían ser de buena fe y no motivados por extrañas influencias.
En la administración anterior algunas decisiones judiciales fueron censuradas con la sospecha de que el gobierno había “metido la mano”. Con el nuevo gobierno se han dado cambios positivos al renovarse las altas instancias con personas que se consideran probas. Un ejemplo es la de la fiscal que, “sin temor ni temblor” ha actuado para investigar casos de corrupción que permanecían en las sombras. Lo deseable sería que esta iniciativa tenga consonancia con las decisiones judiciales. En los últimos días la alta funcionaria ha manifestado su preocupación por decisiones “ligeras” de unos jueces ante acusados de corrupción.
Para que haya garantía en la administración de justicia debe haber consonancia entre las decisiones de la fiscalía y los tribunales. A los segundos les compete tomar decisiones sobre los delitos que han merecido la acusación. El proceso es complejo y el Consejo Nacional de la Judicatura debe asumir la tarea administrativa, incluyendo la evaluación y, si es que es necesario, sanción de los jueces. Imposible llegar a la perfección, lo que importa es que haya mecanismos y entereza para corregir los errores cuando se dan, con el agravante de que en este caso tendrían que ver con el esencial derecho a la salud del pueblo.