En bici y con pizarra, maestra de Ecuador va a diario hasta niños sin internet

Pizarra en mano, la ecuatoriana Carolina Espinoza pedalea a diario varios kilómetros para llegar a casa de cada uno de los alumnos que, por falta de internet, no han asistido a sus clases virtuales, en un cantón de la provincia del Guayas, donde el coronavirus SARS-CoV-2 hace aún más visible la pobreza.

Docente desde hace nueve años en el cantón Playas de Villamil, Espinoza tiene 42 alumnos a su cargo, pero ahora también enseña temporalmente a otros 41 que se ha quedado sin profesora.

Y si alguno de los 83 no aparece en la pantalla durante las clases virtuales que imparte a diario por el aislamiento obligatorio a causa del coronavirus, esta imparable mujer de 40 años toma su bicicleta y busca a los menores, uno por uno, para darles clases particulares y evitar así que se retrasen en sus estudios.

Con mascarilla y gafas de protección, recorre las calles bajo el sofocante calor húmedo de la zona: «Me ahogo, pero tengo que llegar. A veces me quiero sacar la mascarilla, pero no puedo».

COMBATIR LA DESIGUALDAD

Docente «en título y de corazón», Espinoza reside desde hace 18 años en la popularmente conocida como «Playas», una pequeña localidad costera de unas 12.000 personas, donde puede llegar con relativa facilidad a casa de quienes llama «mis hijos», todos de entre 11 y 12 años.

«Ya me duelen mucho las piernas», responde al ser preguntada sobre cuántos kilómetros pedalea al día, una veces por vías pavimentadas pero, otras, «donde hay carencias».

Y aun así, nada le detiene en su intento de combatir las desigualdades.

«El niño que está en cámara sabe por lo menos aplastar una tecla de un computador», pero hay otros que, «de pronto, no saben ni lo que es un computador, ni compartir una pantalla», se lamenta.

Y es en ellos en los que concentra sus tardes cuando, oficialmente, ha terminado su jornada laboral.

CLASES EN ACERAS, PIZARRA EN ARBOLES

Profesora de «todas las materias», esta madre de tres hijos (16, 12 y 2 años), dicta sus clases en las aceras, donde por razones de bioseguridad no permite que los niños se le acerquen, aunque muchos intenten darle un abrazo por la emoción de verla.

Con el alumno a dos metros de distancia, Espinoza coloca la pizarra donde buenamente puede: una ventana, una pared, arrimada a una tabla, a un palo o incluso en árboles, y repite la clase que horas antes había impartido por Zoom.

«No todo en la vida es completo», comenta al señalar que el costo del internet es alto para quienes viven de la venta callejera de jugos, una actividad cercenada por la pandemia y que representa, en algunos casos, ingresos de apenas uno o dos dólares al día para los trabajadores informales en época de coronavirus.

Por eso rechaza que las familias gasten en recargas para internet cuando «ese dólar puede servir para dar de comer a sus hijos».

Espinoza hasta regala mascarillas que cose por las noches a los pequeños de estas familias vulnerables, porque cada una «puede costar un dólar» y «si hay tres niños en casa» resulta un gasto inmenso.

Y es que ella también sabe de necesidades: sin sueldo hace un mes por las demoras del Estado, Espinoza se quiebra al hablar de las comidas incompletas de los últimos días para sus hijos, a quienes, además, ha debido retirar de la escuela privada donde estudiaban e inscribirles en una pública.

«Gracias a Dios no me han cortado el internet todavía», dice amparada en su fe quien, con «intuición e inteligencia de madre», sortea necesidades casa adentro.

Mientras, a sus alumnos sin internet los ayuda hasta con impresiones de material educativo que hace en su hogar.

Dice llegar así a los estudiantes «con lo poco o nada que pueda tener», porque para ella la niñez es «el futuro de la patria» y «educar» consiste en «dar sin recibir nada a cambio».

UN ÁNGEL QUE LA INSPIRA

Espinoza presta también una dedicación especial a sus estudiantes con discapacidad y, un día, estando ya en la puerta, prefirió que no despertaran a Angelita, una alumna con síndrome de Down, y que su madre la dejase descansar. Al día siguiente, la dedicada maestra volvió a pedalear hasta la casa de la menor para dar su clase.

«Los niños con síndrome de Down son muy, pero muy hermosos y bellos», anota al comentar que son «ángeles» que dan abrazos sinceros, un gesto que ahora debe esquivar porque, debido al riesgo de contagio, podría causarles un daño que «jamás en la vida» se perdonaría.

Pero también hay esos otros «abrazos» no dados, ausentes, que la desgarran: esas despedidas en las que algunos de sus alumnos le piden que no se vaya, con ruegos que dejan entrever claramente que algo malo ocurre.

«¡No se vaya!», «¡Quédese!», le rogó recientemente una niña en una de estas visitas.

«No sé lo que está pasando dentro de esa casa», comenta entre lágrimas esta mujer versátil, trabajadora y guerrera, que en más de una ocasión pedalea de vuelta a casa envuelta en llanto por la impotencia de «no poder ayuda más a los niños». EFE

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