Mientras la gente sale, el virus no se ha ido

Por Jorge Durán Figueroa

Miércoles 16 de septiembre de 2020. Son las 10:45. Sobre Cuenca, a los tiempos, los rayos solares sí que queman. A esa hora la gente llena las aceras de la calle Sucre, cerca del parque central.

Los vehículos hacen lo suyo, mejor dicho los choferes, porque son los choferes los que los conducen, y no a la inversa. Y son ellos los que hacen sonar las bocinas o desesperados buscan espacios donde parquearlos.

Es de imaginar que eso pasa también en toda la ciudad. Y no solo en Cuenca. No solo en Ecuador.

A esa hora varios hechos se meten en la mente. Uno. Las entradas a los comercios, almacenes, bancos, cooperativas, instituciones públicas, están marcadas con círculos de diversos colores para recordarnos que debemos guardar distancia.

Y ya saben por qué, aunque muchos, pese a saberlo, lo pasan por alto, y alguien debe recordárselos, como lo hace el vigilante de la cooperativa de Ahorro y Crédito JEP con una señora, que además intenta ingresar con la mascarilla en la quijada.

Las ciudades, aún los pueblos pequeños, ahora llevan esas marcas en las aceras de sus calles. Y se prolongan hasta el interior de oficinas, comercios, almacenes, panaderías, bancos, hospitales, terminales terrestres y aéreas. ¿Hasta cuándo?

Dos: Todos caminan como “enmascarados”, como “enmascarillados”. Como “embarbijados” dirían en la Argentina.

Ni se los reconoce. Alguien, desde la otra acera nos saluda alzando la mano y pronunciando nuestro nombre. Debe ser algún conocido. Entonces, toca hacer lo mismo, pero sin decir su nombre.

Otros (podría ser el hecho tres) de rato en rato se alzan la mascarilla para inhalar un poco de aire fresco.

Otros (¿el cuarto?) muestran las suyas “hecho concertina”, seguramente por el tiempo de uso.

Como que ahora esas prendas nos han revelado que los rostros es lo que menos importa.

Y desde que el gobierno puso fin al estado de excepción, como que la gente se siente, por fin, liberada.

De la fase de pánico colectivo, vivida durante los primeros meses de la pandemia, pretende, con cierto ímpetu, salir, viajar, divertirse, ejercitarse, amarse, visitarse; pero también producir para sobrevivir. Sobre todo, esto último.

Las informaciones dan cuenta que en Guayaquil un grupo de personas festejó “con todas las de ley” el final del estado de excepción. Que en Cuenca la gente se molesta por no saber qué mismo pasará con la circulación vehicular.

Ni se diga los dueños de discotecas y bares, que durante seis meses se habrán pasado mirando sillas vacías, mesas vacías; al igual que otros negocios, muchos de ellos a punto de quebrar o ya quebrados.

Sí, todos están en las calles. En Cuenca han vuelto los “nudos vehiculares”. Y pronto lo hará también la contaminación. Los comercios poco a poco retiran las cercas. Las personas caminan casi juntas. Las aglomeraciones vuelven a ser el pan del día. Diríamos que la ciudad, como muchas otras, recobra su pulso, vuelve a agitarse. ¿Vuelve a vivir?

En el interior de las casas la agitación es mayor con lo del teletrabajo y la teleducación, aunque esta última agrande las brechas abiertas por la tecnología, a la que no todos acceden.

Cómo vivirán, me pregunto, luego que la familia Gómez-Naranjo me confiesa que los padres, profesores los dos, dan clases por Zoom (él es maestro en una escuela unidocente y está a cargo de tres grados); su hija, universitaria, sus dos nietos, también las reciben, mientras el hijo mayor, cuando hace turnos nocturnos en su trabajo llega las 06:30 y pide silencio para poder dormir. Lo que no es posible.

Como que ahora la única manera de acordarse del virus, el “invisible” como lo llamo, es la mascarilla, la nueva prenda que habremos de llevarla quien sabe por cuánto tiempo.

Lo único que se percibe es el recelo, esa especie de miedo escondido que nos contrae hasta las entrañas.

Si no, ¿cómo entender que la joven que me cobra un dólar por la hora de parqueo del vehículo, bañe con alcohol antiséptico la moneda, no sin antes pedir que la deposite en una bandeja, y entrega el recibo ya no en la mano sino que lo tira en la ventanilla?

.- No es para tanto, le digo.

.- Es que señor, ahora debemos cuidarnos, responde abriendo sus ojazos, que hacen agrandar más su cara ovalada.

Como que la humanidad, al menos la que vive en el tercermundismo, vive el síndrome del alcohol antiséptico y de los geles antibacterianos, cuando lo que han recomendado es el lavado de manos y mejor si es con jabón de lavar la ropa.

Hay recelo hasta par revelar que un pariente, cercano o lejano, murió a causa del “invisible”.

No hace poco le conté a un amigo que en mi tierra natal murió un primo de mi madre.

.– ¿Y murió de Covid?

Preguntas como estas se han vuelto comunes, como si morir por el Covid, con las diferencias del caso, no fuera lo mismo que morir a causa de otra enfermedad.

Los que la han vencido cuentan sus experiencias. Algunas se han hecho públicas. Y más si las contagiadas son autoridades, “celebridades”, deportistas, o los dados a la farándula.

Los medios de comunicación desplegaron el contagio de la alcaldesa de Guayaquil, Chyntia Viteri.

En Cuenca, los medios dieron cuenta de los contagios de varios alcaldes azuayos; y sus seguidores pedían hacer “cadenas de oración” por ellos.

Y si se recuperaron, como fue el caso de todos ellos, los medios también lo dieron cuenta. Mientras decenas de humanos se batían, se baten y se batirán en silencio, ignorados, entubados, endeudados…

Aunque macondiano a ratos, cómo no dar cuenta del alcalde de Santa Isabel, que al reasumir sus funciones, con las manos en el pecho, desde la iglesia cruzó el parque central hasta el edificio municipal en una especie de calle de honor en cuyos lados se ubicaron los servidores municipales para con aplausos y globos darle la bienvenida, en tanto un conjunto musical preparaba sus cuerdas.

Y, sí, la gente ya está allí. Está donde debe estar. No es que no le importe su vida, sino que debe sobrevivir.

Lo dice Luis, lo dice José, lo dice María, lo dice Blanca; lo dice el médico, el ingeniero civil, el arquitecto, el barrendero, el mensajero, la prostituta, ni se diga el betunero, el pescadero, el tamalero, el peluquero, el zapatero, el cangrejero, el reciclador: “Si no trabajo, qué como”.

El “invisible” ha puesto a la humanidad en la disyuntiva de “o contagiarse (morir, incluso) o sobrevivir”. Sobre todo a esa inmensa marea humana que vive del día a día, del sueldo “mochado” y que aún así debe contribuir al Estado a pretexto de solidaridad; que busca empleo y hasta pide caridad.

Frente a esa terrible disyuntiva no pocos y con resignación pronunciarán aquella frase “guillermolassiana”: “¡Qué chucha!”. Esto equivale a decir: “pase lo que pase”, “que sea lo que Dios disponga”, “suerte o muerte”; o la de algunos avezados: “de algo me de morir”.

Pero esa levedad se diluye cuando, en la puerta de ingreso al municipal Centro Múltiple, ubicado en la calle Bolívar, veo un letrero que dice. “Cuídate como si todo el mundo tuviera el virus. Cuida a todo el mundo como si tú lo tuvieras”.

Y, claro, salen, mientras las autoridades, como en el caso de Cuenca, entre el aturdimiento y la inexperiencia dictan nuevas normas de prevención.

El fin del estado de excepción da la apariencia de que la pandemia ha entrado en un segundo periodo, o semeja a una bisagra que nos muestra un antes y un después. Nada más falso. El virus, el “invisible”, sigue allí. Vivimos una especie de “alegría amenazada”. (I)

Christian Sánchez Mendieta

Licenciado en Comunicación Social con una maestría en Marketing Digital y Comercio Electrónico. Becario en Abraham Lincoln por la Embajada de USA en Ecuador. Investiga temas de migración y periodista de temas políticos, electorales y sociales.

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba