OPINIÓN|
Cuando acompaño a mis hijos en sus clases virtuales, escucho las voces de sus compañeros de aula, voces tiernas, voces de niños en formación, aún titubeantes. No los puedo mirar pues invadiría la privacidad y la formalidad del aprendizaje virtual; sin embargo, distingo que esos mismos chicos de voces sutiles, cuando las cámaras se apagan, pueden llegar a ser el estereotipo de alguien más; la complacencia es bidireccional.
Se acerca el fin de semana y la efervescencia de su edad hace que acudan a sus puntos de encuentro social, lugares en donde lo temeroso de su actuar en un espacio de aprendizaje colectivo, queda aislado por presentarse ante sus pares como el alfa en marcha y la diva en proceso; si supieran que en sus manos tienen lo que a muchos contemporáneos les es dificultoso tener, padres y madres protectores con cuerpo y alma que cuidan prodigiosamente sus vidas y que con el pasar de los días anhelan que esas vocecitas frágiles y delicadas sean parte de tiempos sin tiempo.
Solo cuando sentimos y experimentamos aprendemos que el mayor gozo es vivir cada etapa con satisfacción y alegría; mientras tanto, siempre seremos gente de adentro y gente de afuera. (O)