OPINIÓN|
De los albores de mi infancia llegan recuerdos de octubre, mes de las siembras e inicio de clases en la escuela; del verdear de la chacra como pinceladas de luz en la sementera, el aula y las pizarras; de sus fiestas y la de san Judas Tadeo, patrono del pueblo, el 28 de octubre, ritual que convocaba romeriantes de las parroquias vecinas, de Santa Isabel y Yunguilla; el puntual retorno de los pioneros migrantes de Guayaquil, Balao, Tenguel y Portovelo, ahora cosmopolita y Halloween; también recuerdos de resistencia y represión reciente, para matizar de solidaridad las añoranzas.
La víspera era una gran fogata de chamiza, pirotecnia y globos pintando de luciérnagas la inmensidad de la noche, era un gran fulgor que se expandía y sosegadamente daba a paso al siguiente día, que amanecía inquietante y se iba llenando de sonidos y colores de la fiesta imparable de sorpresas; todos los caminos conducían al pueblo engalanados de arcos florales, de banderas, pendones y chagrillo hasta el templo, nublado de incienso y apoteósico de aromas, unción y luz; la gran campana, las campanas menores y salvas de cohetería anunciaban la liturgia central y la procesión con el Santo ensalzado con arrebatos de coro comunal, campanillas y bandas de pueblo en abierta emulación; tambores y chirimía anunciaban la llegada de los jinetes de la escaramuza, de la contradanza y el torneo de cintas, los ensacados, los rucuyayas, el gallo pitina, el palo encebado y el ecua vóley que se tomaban la plaza, a esa hora, teatral, sinfónico y multicolor de jolgorio, fiesta, feria, trueque y gastronomía vernácula.
Con una inmensa cortina de años de distancia, mi pueblo y su fiesta son cada vez más cercanos en la memoria, como una invitación al optimismo de su crecimiento y esplendor; con nuevos paisajes urbano y rural, con nuevos actores y componentes culturales diversos, El Valle está ahí, como un tambo y faro en la inmensidad de las nostalgias. (O)