La democracia moderna se estableció en el mundo como una alternativa a las monarquías en las que la voluntad del rey se imponía en el ordenamiento político con los consiguientes abusos. Como sistema es coherente; si el poder reside en el pueblo, sus integrantes, mediante elecciones eligen temporalmente al jefe de estado. Se espera que en las campañas electorales los aspirantes den a conocer sus planteamientos y proyectos de gobierno. Se espera que éstos sean realistas y se fundamenten en sistemas ideológicos, es decir que respondan a las posibilidades del país. En este contexto se cree que la mayoría ciudadana elegirá al mejor basado en el cuestionable concepto “el pueblo no se equivoca”.
Como todo lo creado por el ser humano, la democracia puede deformarse como camino para satisfacer ambiciones personales a costa de los intereses colectivos. En las campañas electorales, los candidatos pugnan por el poder para hacer realidad sus ideas. Pero el poder por el poder envilece este contexto y hay casos en los que pesa más la ambición y las elecciones se convierten en un demagógico concurso de ofertas con la idea, de algunos, de que se triunfará mientras más se ofrezca al margen de las posibilidades reales. La demagogia lleva a la pérdida de fe en el sistema.
En la campaña actual pesa mucho esta deformación ya que buena parte de las ofertas carecen de posibilidades. Lo que importa es ganar. En la década del anterior gobierno, la corrupción llegó a niveles nunca vistos y la reacción ciudadana condena la impunidad para sus responsables. Algo se ha avanzado en este proceso, pero, aunque parezca absurdo pudimos ver como parte de la campaña a un político que ocupó la primera magistratura y que en todas las instancias fue condenado por robar al Estado, haciendo campaña virtual por uno de sus seguidores. Elegir y ser elegido es un derecho ciudadano, pero los delincuentes sentenciados están privados de este derecho. Para esta persona y sus seguidores, robar es un “mérito” que hay que restablecerlo.