Bueno. La cosa es sería. Qué le vamos a hacer. Por ahí va. Por lo más oscurito. Por donde siempre ha sido. Acérquense más, y, véanla: ella se abre paso sin tropiezos. No hay para confundirse. Es la propaganda electoral en su estrepitosa marcha hacia Carondelet. Hágase a un lado y déjela pasar. Que puede ser contagiosa. Dicen que es como el coronavirus. Que su radio de infección es planetario. Que ningún país se escapa. ¿Que qué? Si, que es mundial. Ya que donde pregunten, sea en terrenos del tío Sam, donde cantan la “Marsellesa”, en el café Pushkin o donde carajo sea, les dirán que sí. Que al marketing político le tienen bien conocido. Que por allí pasó. Y que inclusive se fue llevando hasta el paisaje. ¿Será? Bueno, las ballas publicitarias a más de ser adefesio inigualable, son un insulto a la inteligencia y a todo mismo.
Entonces, no nos queda más que convenir que la presente es época de la falsía. ¿Y cómo no iba a serlo? si precisamente es de elecciones. Para mal de males, por regla general los embaucadores políticos dominados por la tétrica ebriedad de los pactos de media noche, los que predican honestidad con dinero mal habido, son los candidatos de este país que se hunde en el fango de la falacia, del cinismo y de la charlatanería de feria.
La verdad es que nada de lo que está ocurriendo es nuevo. Es un calco de tantas otras elecciones. El embuste, las traiciones, el idealismo de trastienda, son su dolorosa constante. Los políticos –excepciones de por medio- se encargaron de convertir en añicos palabras sacras como amor, patria, honestidad. Así la luz en que se bañaban y que un día fue un blanco resplandor, jamás volverá a serlo, siempre será la suma de trozos. Y todos sabemos que con trozos no se construye nada. Sólo caricaturas. Mírelas: están a la vista y, a gritos, piden su voto. (O)