Para nadie será novedad que nuestra política ha perdido el norte. Que hemos sacrificado los ideales en el altar del populismo. Que hemos olvidado la voz de los abuelos que se levantaba en los viejos parlamentos. Y al olvidar lo que fuimos hemos olvidado lo que queremos ser. Y claro, uno se pregunta ¿Qué es lo que salió tan mal?
Pues podríamos empezar por reparar en esta ficción que llamamos democracia. Esta obra en la que los actores somos todos. Todos los que presumimos de obrar según nuestras propias razones y motivos. Y no. Claro que no. La cosa, si se pone un poco de atención, funciona al contrario. En la política hay muchos actores, demasiados, que actúan opuestos a su íntimo sentir y razonar. Como si estuvieron siguiendo un libreto. Un papel que rara vez coincide con las creencias y aspiraciones del actor de turno. Un libreto escrito en términos que no admiten improvisación. Los actos libres y de propia conciencia, si los hubiere, siempre se referirán a detalles sin importancia, como parpadear en la obscuridad. De lo importante está todo dicho. Y cada palabra, cada movimiento, sigue el rol que le asignaron.
Y claro, en este plan, la libertad no tiene espacio y el hombre se convierte en un animal racional, que obra prescindiendo de esta facultad, como ha sido siempre en las tablas del teatro, la política y la religión, todas nacidas de lo irracional, del atávico impulso gregario, del anhelo secreto por pertenecer a la manada.
Pero cuidado. No lo diga en público, porque la mayoría no lo sabe. Los actores de esta comedia creen a ciencia cierta que sus actos son efecto de su voluntad y fruto de su intelecto. De esta democracia inmovilizada y esta calma aparente que actúan como narcóticos. Gobernante y gobernados. Poderosos y miserables. El sabio y el ignorante. El probo y el deshonesto. El orgulloso y el humilde. Todos. Todas las tesis, las ideas, los argumentos que los viejos líderes esgrimen y defienden, son y siempre han sido, parte del libreto. Eso. Eso y nada más… (O)