En Ecuador, la letalidad del Covid-19 sigue cobrando vidas humanas -amén de los contagios diarios- que incrementan las estadísticas de la pandemia, aunque no serán las reales, ni jamás lo serán, debido al innegable subregistro.
Como que ya es parte de la cotidianidad que los medios de comunicación muestren la cantidad de fiestas, ya ni siquiera clandestinas, que se organizan en el país durante los fines de semana o feriados.
Registradas por las cámaras de video del Ecu-911, centenares de personas que acuden a la diversión están sin mascarillas, tampoco guardan el recomendado distanciamiento físico entre ellas. Consumen licor y, en ciertos casos, hasta se burlan y amenazan a las autoridades que les sorprenden en el jolgorio.
Los cerca de 275 mil casos confirmados y los más de 15 mil muertos a causa del Covid-19; el límite al que han llegado los hospitales públicos y privados para atender a los enfermos que llegan a diario; las masivas campañas de concienciación que se hacen desde todos los sectores; los testimonios de los sobrevivientes sobre las secuelas que deja el virus; o los revelados por quienes perdieron uno, dos, tres y hasta cuatro familiares, ya poco o nada importan a la gente cuya inconducta le muestra de cuerpo entero.
De nada sirve que los más se cuiden y se sometan a privaciones, aun a aislamientos forzosos, si unos pocos ni siquiera piensan por sí mismo, peor por los demás, incluyendo por su entorno familiar y laboral.
Esos comportamientos sociales dicen mucho de lo que es una parte del país. Campea la inmadurez, el desorden, el irrespeto a la autoridad, educarse como que poco vale, ser solidario como que es sinónimo de bajeza, actuar con ponderación como que es actuar con debilidad, y de labios para afuera se condena la corrupción.
Ojalá que el diario llamado de atención de los médicos, la casi plegaria que por la salud hacen los más, calen en la conciencia de quienes no creen que el virus matará más gente que una guerra sin necesidad de un Ejército, ni de bombas ni de balas.