Ya veníamos los ecuatorianos y en concreto los cuencanos, sintiendo una ausencia de trabajo de quienes debían hacerlo y estaban obligados a entregarnos condiciones mínimas de seguridad.
En los parques, en las calles, en los centros comerciales, en el mercado, en las casas y barrios, en las vías, al caminar, al hacer deporte, al usar bicicleta, al ir al trabajo, al regresar a casa, al recorrer junto a la naturaleza, siempre, en todo momento, está vivo un sentimiento de incertidumbre e inseguridad. De vulnerabilidad.
Lo ocurrido en estos últimos días en el país, muestra una imperativa necesaria de adecuación de la política pública hacia defender a los ciudadanos, sin discriminación alguna, a pasar del discurso de los derechos humanos sesgados y para un grupo, hacia la universalización de acciones que tengan como resultado: vivir en paz. Cuenca es una ciudad que ha crecido en población y visibilidad. No está exenta de los problemas propios a las ciudades que toman forma y van creciendo, en consecuencia, administrarla, atenderla y dotarla de respuesta a sus nuevos retos, es obligación.
Ya basta de delincuencia organizada, dispersas acciones y falta de obras contundentes en materia de seguridad. Vivimos días de terror e incertidumbre; estamos perdiendo todo lo avanzado y ganado durante muchos años con sacrificio porque Cuenca sea reconocida como una ciudad bella y de paz. El encanto de Cuenca pasa por sus ríos y su gente, cuencanos, que deben ser respetados y atendidos. Valorados, considerados y cuidados.
Los ciudadanos, todos, reclamamos urgente atención. La planificación de la ciudad no puede ser pensada en territorio y extensión, en vías y agua potable, en edificaciones e impuestos; tiene que ser vista de una manera integral, con profunda mirada por la sostenibilidad y entorno de paz, entendiéndola como una ciudad segura, antes que, para extraños, para propios, para quienes la forjamos y la forjaron a lo largo de la historia. (O)