La vida que surge de la fuente de sortilegios que es Cuenca, avanza enhiesta y, al hacerlo, deja a su paso el bullente río de su arrebatadora magia. Allí está el Tomebamba, girando entre una oración de espuma y filos blancos; allí, el mechero de jazmines que nos inunda en las noches, cuando las estrellas fugaces nos hablan en el idioma de las cosas altas; allí sus iglesias levantadas sobre los cimientos de los templos cañaris e incas, levitando con nosotros cuando oramos; allí, su reguero de flores: arco íris que se expresa en corolas de esencias tenues y eternas.
Todo surge de un manantial insondable, velado desde siempre por el hermético arcano. Alguien que está más allá de nuestra comprensión, con trazo ágil y fino delineó el impar mapa de su hermosura, y lo continúa delineando, y por ser tanta su gracia, termina siendo una dulce forma de la impiedad. Pero Cuenca, que el lunes cumple 464 años de fundación, no es solo belleza, es también pujanza y reciedumbre que no se detiene para que sea lo que es: una de las ciudades más adelantadas de la Patria. Desde el mítico molino que se erigió al pie de la Iglesia de Todos Santos, allende sus inicios, sobre una fragua de fuego vivo y permanente, avanzó hasta ser la sólida e impar ciudad industrial, artesanal y el vasto etcétera de otros atributos que hoy la propulsan al país y al mundo.
Su presencia política, con cuatro presidentes: Luis Cordero, Antonio Borrero, Gonzalo Córdova y Rosalía Arteaga, son otro de sus relevantes emblemas. Su fuente espiritual –siempre presente- ha dado a luz a poetas como Alfonso Moreno Mora y, a los verdaderos hijos tutelares de aquel: César Dávila y Eugenio Moreno. En suma, hermosura, avance y espiritualidad se concitan en su seno. Siempre faltaran ojos para mirarla y jamás cesará la cantata de luz que hoy nos derrumba y atraviesa. (O)