En una simbiosis de triunfos guerreros Remigio Romero y Cordero concibe la ciudad de Cuenca y siente latir su corazón al unísono de dos razas.
Fundada en la planicie de Paucarbamba cuyo nombre quichua se traduce como llanura de flores y gorriones, cobijada con las montañas que le circunda, arrullada por sus cuatro ríos, encontraron los hispanos el lugar ideal y se hizo Cuenca: con sus calles trazadas a cordel, sus casas de adobe con reminiscencias árabes, sus huertos cerrados que evocan la poesía de Salomón, sus patios y zaguanes empedrados con guijas de río y huesos, sus balcones donde se miraba pasar la vida.
Y esta “ciudad con alma”, “hecha de hombres” donde se quedaron “sus pies, sus manos, sus ojos, su corazón” como las describe César Vallejo, y toda esa belleza es agredida, por seres inconscientes sin amor a su tierra y a su historia.
Como un escupitajo son manchados sus frontis con palabras deshilvanadas e insólitos colores.
Un refrán popular se expresa “la pared y la muralla, son el papel de la canalla”. (O)