No soy asidua a lugares donde hay mucha gente. Evito caminar los fines de semana cuando familias enteras salen a distraerse, pasean a sus mascotas o simplemente se acomodan a la orilla del río a relajarse. Prefiero hacerlo entre semana y tener el parque solo para mí, manso, despoblado y afable. Sin embargo, irrumpí en mi rutina y salí el domingo a caminar. Dicen que las decisiones imprevistas, aquellas a las que no se les permite deambular por mucho tiempo en la cabeza, son las que mejor resultan. Y así fue, disfruté como no pensé que lo iba a hacer. Circunvalé el parque, me senté a la orilla del río y me distraje viendo a mis vecinos que estaban en la ribera de enfrente.
Unas campanillas sonaron y varios niños se arremolinaron en torno al heladero. La vendedora de algodón de azúcar pasó unos minutos más tarde, le compré dos nubes rosadas. Los primeros bocados se derritieron dulcemente en mi paladar activando mi memoria que, expedita, me transportó a mi niñez cuando tenía unos siete años y estrenaba en el parque de Chapultepec mi bicicleta rosada alrededor del lago donde graznaban patos blancos, a la sombra de los ahuehuetes.
Un perro color caramelo se alejaba sigilosamente de sus dueños que, embebidos de amor, se besaban apasionadamente, para acercarse a la niña que parada en la parte baja de la orilla, bajo la mirada vigilante de su mamá, chapoteaba con sus botas fosforescentes de caucho, lanzando pequeñas piedras al agua. Se quedó a su lado, movió su cola y se hicieron amigos.
Una pareja joven, parados de espaldas el uno al otro, alzando el celular para captar bien las imágenes, se tomaban fotos haciendo corazones con las manos. Varias familias hacían picnics. Otra, festejaba un cumpleaños con globos de colores y serpentinas que adornaban el lugar improvisado de la fiesta al aire libre.
Los juegos infantiles sentían cosquillas con los niños que subían, bajaban y se columpiaban alegres, libres, felices como los pájaros que trinaban camuflados en los árboles los que, altruistas, derramaban su sombra.
El día conspiró para que todo saliera perfecto: el sol radiante, la armonía reinante, la risa cantarina del agua. La roca grande sobre la que suelo sentarme a meditar y escuchar de cerca el fresco andar del río, estaba ocupada. Hoy la comparto, me dije sonriendo. Al fin y al cabo, es mía de lunes a viernes. (O)