El Ejecutivo y la Asamblea Nacional en estos días cumplen su primer año de gestión.
Quienes dirigen esas dos funciones del Estado harán sus propias evaluaciones; igual sus opositores. Los analistas ni se diga.
También lo harán los ciudadanos. Si bien sus voces no tendrán eco, deben ser escuchadas, procesadas, porque provendrán de la realidad sentida y vivida en el día a día.
Una cosa es el país político visto desde el Ejecutivo o desde el Legislativo. Las alturas del poder a veces no permiten avizorar el fondo. Aquí es donde están millones de personas batiéndose para sobrevivir en medio de la pobreza, cargadas de impuestos, desempleadas, víctimas de una ola delincuencial sin precedentes, con pocas oportunidades para ingresar a la universidad pública, desdeñando de la política, ni se diga de los políticos que la prostituyen; reclamando por salud, educación y protección del Estado.
Es hora de oír. La clase política está llamada a no mirarse solo su ombligo, a dejar de poner sus intereses mezquinos por encima de las aspiraciones y esperanzas de un pueblo; a no dividir al país atropellando todo solamente por el destino de un hombre; a entender, por favor a entender, la nueva realidad, social, económica y tecnológica, con la cual se debe convivir más allá de ideologías, de utopías.
Entiéndalo “señores políticos”: el mundo es otro tras la pandemia. Será otro luego de la guerra. Y Ecuador es parte de ese mundo. ¿O no es así?
Nada les cuesta escuchar a la gente. De preguntarse cada mañana ¿en dónde está la gente?; de sintonizarse con sus necesidades. Pero también de escuchar a sus propias conciencias.
No es un llamado a convertir a esos poderes del Estado en “conventos de monjas”. Eso no. En democracia valen el contrapeso entre poderes, la fiscalización, la controversia.
Pero no a gobernar desoyendo a la gente, pensando en vendettas, en las próximas elecciones.
Eso no es gobernar. Es quitarle oportunidades y esperanzas al pueblo.