Estábamos en plena pandemia, en Cusco, y mi tarjeta de crédito no funcionaba. Entonces le dije que necesitaba su ayuda para pagar el hotel. Me dijo: “ok”. Pero desapareció, literal, no regresó. Salí a buscarlo, pero sabía: él no iba a regresar.
Anduve por calles donde la altura me pasó factura, hasta que entré a una tienda. Sin pensar mucho me paro frente a unos caramelos y no, no me alcanzaba el dinero. De repente, alguien me saluda amablemente y me dice: “te ayudo, yo los pago”. Mi desesperación respondió: “le agradezco muchísimo”. Ahora había un problema: tenía caramelos que en mi vida me iba a animar a vender.
Caminé unas dos horas pensando en que tenía miedo. Llegué a la avenida del mercado, miro el semáforo, quise contar hasta tres y cuando se puso en rojo conté hasta dos y sin pensar salí… Mi primera frase fue: “¿me ayudaría comprando caramelos?”. Los cogían, me pagaban y alguien dijo: “siga vendiendo, siga. ¡Usted puede!”.
¡Fui feliz! Esa arenga sirvió para que se apareciera de algún lado una especie de valor. Ofrecí a todos los autos de la fila y no podía creer, no hubo auto que no me ayudara. ¡Lo había logrado! En 20 minutos reuní el dinero para el hotel vendiendo caramelos en Cusco.
¡No fue suerte, fue valor!