Cuando recorre ese gas envenenando el aire que le obliga a aguantar la respiración o buscar el humo de un periódico quemado, el limón y la sal de un compañero generoso o la puerta de un zaguán que se abre milagroso.
Cuando se recorren calles y esquinas esquivando los obstáculos para poder llegar a la oficina, para poder recoger un cliente, para poder entregar una encomienda. Y esperar que no le agredan, que no se enoje la gente sólo por querer trabajar.
Cuando revisa su celular y mira las últimas imágenes de mujeres agredidas por el amigo que conoce, o a las warmis indefensas ante la barrera de policías y militares listos para defender el edificio legislativo. Cuando ve la balacera en San Antonio y comienza a confirmar los vecinos muertos, los militares heridos. Cuando ve la radiografía con una bomba lacrimógena insertada en el cerebro de un compatriota, y espera que sea fake. Y no, es real.
Cuando ve a los dirigentes pidiendo diálogo pero con sus condiciones. Cuando parece que se deponen posturas pero se radicaliza la violencia. Cuando pasan las horas y todo parece que se fue de las manos.
Y es que cuando se han vivido años de violencia cultural, años de violencia estructural, años con condiciones que los líderes no quieren oír, mucho menos atender, y que se desata en esta violencia directa, una y otra vez, nos envuelve a todos un aire de impotencia que duele y asfixia. (O)