En estos días Cuenca soporta las horas más angustiosas dentro de la larga jornada de protestas violentas, sangrientas, atentatorias a la paz social, a la democracia, en suma, a la civilidad.
Los cuencanos son sometidos a un vejamen sin parangones a nombre de una protesta social, cuyos legítimos motivos han sido devaluados, enlodados con otras intenciones, sin importar, si para conseguirlas se debe atentar contra la vida de los demás, sojuzgar al Estado, destruir ciudades, utilizar a una masa de pobres, prometiéndola hasta el paraíso.
Esa masa empobrecida, no solo a nivel indígena, tiene derecho a ser atendida por el Estado, mejorando su calidad de vida de forma integral, no tanto con bonos, sino dándole oportunidades de surgir.
Pero eso no justifica los actos reprochables. A dónde hemos llegado si es un ciudadano, en vez de hacerlo las autoridades, quien media ante los protestantes y permitan el traslado de oxígeno medicinal, y los enfermos no mueran en los hospitales.
El lunes fue un día de caos. Gentes enardecidas, con piedras, palos, quema de llantas, obligaron a otros, bajo amenaza, a cerrar negocios. Pretendieron atentar contra otros. Bloquearon el tránsito vehicular.
Ese mismo día, Cuenca fue acorralada con grandes camiones. Más tarde, la destrucción del edificio de la gobernación por quienes se aprovecharon de la marcha de comuneros de un sistema de agua.
Este martes, Cuenca fue sitiada por los taxistas. “Manchas amarillas” en calles y avenidas. ¿Cuántos no necesitaban llegar, por ejemplo, a sus citas médicas ya fijadas; o a sus sitios de trabajo?
Sí, todo eso sufre Cuenca. Como si el desabastecimiento de todo no fuera suficiente para asfixiarla.
¿Y las autoridades? Una, intentando reaccionar ya tarde. Olfateando su reelección. Otra, fantasmal. Otra, esperando directrices del Gobierno. La solución no está en sus manos; cuando menos únanse, coordinen algo, diseñen estrategias, para evitar el desborde de pasiones no bien controladas.
Cuenca, inerme. ¿Ninguneada?