De ahora en adelante corresponderá a las universidades diseñar los mecanismos de admisión para millares de bachilleres cuya meta es la educación superior pública.
Este es el reto tras la resolución, dictada mediante Decreto Ejecutivo, del presidente Guillermo Lasso, expresada en la víspera ante cientos de estudiantes secundarios en Guayaquil.
Si bien es una oferta de campaña, estaba distante de cumplirse. El cambio reciente de la cúpula de la Senescity, inesperado por cierto, posiblemente le impulsó, sin minimizar el momento político y el constante desgaste de su Gobierno. ¿Es una decisión política?
Cada universidad, en base a su malla curricular, a sus espacios físicos, a su plantilla académica, a sus presupuestos, a sus proyectos investigativos, planificados o en marcha, más otros elementos claves para garantizar una educación de alta calidad, verá cómo se las arregla.
Semejante responsabilidad, a lo mejor no estuvo en sus planes, mucho más si los programas de admisión desarrollados por la Senescty se aplicaban desde hace más de una década, si bien entre reformas, polémicas y exigencias de otra índole.
Recores de varias universidades públicas han puesto de manifiesto sus legítimas preocupaciones, comenzando por el presupuesto.
Con razón, no podrán abrir cupos a diestra y siniestra, sino hacer prevalecer los ya existentes; pues una mayor cantidad de estudiantes no pasa por la simple voluntad, sino no hay infraestructura, mayor cantidad profesores, laboratorios.
Por reacciones de dirigentes estudiantiles, se tiende a creer que el “no más examen de la Senescty” es la puerta abierta para una mal entendida masificación de la educación superior.
Claro, fuera lo más óptimo, lo ideal; acaso lo más justo; pero la realidad es otra, y a ella debe ajustarse.
Tales dirigentes ni siquiera quieren el examen de admisión, sino libertad total.
A estas alturas del siglo XXI, no es recomendable volver a décadas atrás, anclados en la “selección natural”.