¿Qué tan mal se debe estar para no querer estar a solas con nuestros pensamientos?
Hace un tiempo atrás me animé a hacer un experimento y pasar un día sin mi celular, esto en virtud de demostrar que no soy un dependiente digital y que puedo pasar mi día sin interactuar con él.
En mi intento por ser precavido, avisé a las personas que consideraba relevantes en mi vida sobre mi ausencia digital que duraría solo el martes. Así fue como reporté a un selecto grupo acerca de mi nuevo reto.
Hablé con mi abuela y mis padres sobre mi situación para alertarlos del extraño escenario. A todos les llamó la atención, pero, estuvieron dispuestos a apoyarme durante todo el periodo de tiempo propuesto…
Esta es la crónica de lo ocurrido:
A las 10:45 pm del lunes busqué mi viejo despertador para no atrasarme a clases. Cuando el reloj arrojó las 11:00 pm, la pantalla del celular quedó en total calma al igual que mi mente, que colaborativamente me ayudó a conciliar el sueño con rapidez.
El horroroso y punzante sonido que me despertó al día siguiente me hizo darme cuenta que no podría escuchar música mientras me bañaba, así que tuve que tararear una canción de Talking Heads.
Cuando llegué a la universidad me relajé. Pude interactuar con mis amigos y concentrarme en mis clases. Además de la desesperante sensación de no poder ver qué hora era, no tuve ningún inconveniente, sin embargo, todo esto cambió cuando llegué a casa y me sentí totalmente solo.
El caos me hace sentir vivo ya que percibo movimiento, pero ese día, para mi mala fortuna no había ni una pizca de ruido, ni desorden y para variar, ya había terminado todos mis trabajos.
Ahora tenía que ser honesto conmigo. La sinceridad es necesaria, pero también es dolorosa, por eso siempre me he alejado de ella. Es algo paradójico que un periodista se aparte del principal valor de esta profesión.
Acontece que es fácil sacar de su estado de comodidad al otro, es sencillo cuestionar las decisiones de alguien igual de imperfecto que tú. La severidad con la que entrevistamos es la misma con la que percibimos nuestras decisiones, es por esto que siempre había tratado de mantener mi mente ocupada. Admití que extrañaba usar mi celular.
Fue así como, por primera vez en todo el día, experimenté -la que denominé como- la sensación del “Lopo Estepario”. Recordé como Hermann Hesse, uno de mis escritores favoritos, me había hecho sentir cuando conocí a uno de sus personajes: Harry Heller, que se había autodenominado como “Lobo Estepario”.
Heller era un hombre solitario, que estaba harto del pulcro e idealista estilo de vida burgués, que priorizaba más la forma que el fondo de las cosas y que estaba dispuesto a aislarse del mundo para conocer su faceta más primitiva y dolorosa.
Tenía diecinueve años el día en el que me identifiqué con el personaje de una novela que había sido escrita hace casi un siglo atrás y lo volví a hacer cuando pasé 24 horas sin mi celular. Quizás lo que siempre me gustó de él es que se sentía totalmente realizado como individuo por estar solo, pero a veces, también se odiaba por no poder disfrutar de aquellos placeres “mundanos”.
En ese momento, el Lobo Estepario y yo nos habíamos reencontrado. Lo leí durante toda la tarde, incluso cuando mis padres ya habían llegado del trabajo yo seguía en mi cuarto fascinado nuevamente por cómo me identificaba con Harry Heller. Estábamos igual de solos y con las mismas expectativas. Agotados de estar con nuestros pensamientos, que, en vez de calmarnos, nos mortificaban.
Cené con mis padres y volví a leer a Hesse hasta que se cumplieron las 24 horas de mi reto. Encendí el celular y todo tipo de timbres sonaron y se mezclaron con el silencio de mi habitación. Le envié un mensaje a mi abuela y a mi novia. Como si de un ritual se tratase, apagué el celular nuevamente y volví a mi lectura.
Antes de dormir subrayé una línea escrita por Hesse: “Soledad era independencia, yo me la había deseado. Era fría, es cierto, pero también era tranquila”.
Ibrahim Rodríguez El Khori