La nueva masacre ocurrida en la cárcel de Cotopaxi vuelve a llenar de estupor al país, acostumbrado a esta clase de trágicos sucesos, como si la vida humana a algunos reclusos no les importara nada, absolutamente nada.
Al hacinamiento, un problema atávico en el sistema penitenciario, se añade las cruentas luchas entre bandas delincuenciales para controlar las diversas cárceles, imponer sus propios códigos, y desde donde saldan cuentas con sus enemigos y siguen delinquiendo.
Tras casi cada masacre o en operativos especiales la Policía Nacional informa sobre la requisa de armas y drogas. Pero los hechos, como el ocurrido en esta semana, revelan cuan fácil es introducirlas.
En este caso, el revuelo mayor se produce porque uno de los asesinados es un poderoso narcotraficante, en cuyo poder, meses atrás, la Policía encontró en su lujosa mansión alrededor de USD 6.5 millones, lingotes de oro, y relojes de alta gama.
El lavado de dinero es una de las presunciones de la Fiscalía para procesarlo y someterlo ante los jueces.
Presuntamente vinculado con ciertos grupos políticos y con otros delincuentes prófugos a raíz del negociado de medicinas durante la pandemia, el susodicho debió estar con las máximas seguridades. ¿Cuántos secretos se llevó a la tumba?
Prescindiendo de este caso particular, las masacres en las cárceles demuestran el poder del narcotráfico. Sus tentáculos copan espacios inimaginables. En sus luchas internas por defender mercados y los lugares desde donde “exportan” la droga dejan un reguero de sangre, no solo en las calles sino en los centros penitenciarios.
El país vive tiempos dramáticos a causa de la inseguridad. La alerta roja se encendió años atrás. Incluso se habla de la “narcopolítica”. Señalar la presencia de los carteles mexicanos ya no es novedad.
Cómo salir de semejante túnel, donde el pánico se apodera de la población, es el reto del Gobierno, no actuando de forma aislada, sino con el respaldo de todos, aun de sus opositores, ni se diga de la comunidad internacional.