Hay una forma de honestidad que no se disfraza de diplomacia ni de indirectas elaboradas, una honestidad que no siempre es cómoda, pero que es profundamente liberadora. La llaman honestidad radical, y no es lo mismo que decir todo lo que uno piensa, sino tener el valor de decir lo que de verdad importa.
La psiquiatra Anna Lembke, en Dopamine Nation, afirma que esta práctica promueve conciencia, fortalece la intimidad y nos saca de la mentalidad de carencia en la que vivimos atrapados. Ese entorno saturado de filtros, apariencias y “estados” editados para la mirada pública, en el que decir la verdad o ser auténtico se ha vuelto un acto de resistencia.
Brad Blanton, autor del libro Radical Honesty, sostiene que no decir lo que sentimos nos desconecta de nosotros mismos y de los demás, sugiere que mentimos por cortesía, por miedo, por no incomodar; y así acumulamos una deuda emocional silenciosa que terminamos pagando con ansiedad, aislamiento o relaciones superficiales.
Pero no se trata de lanzarle la verdad al otro como si fuera una piedra, la verdad, cuando se dice desde el respeto, no separa, une. Brené Brown, investigadora de la vulnerabilidad y la conexión humana, plantea que ser claros no es ser crueles, es dejar de dar rodeos que a la larga solo desgastan.
Claro que decir la verdad radical no es garantía de aprobación ni de alivio inmediato, más bien es una forma de vivir más ligero, más coherente. Y donde todos corren buscando escape, tal vez la verdadera salida está en ver y decir lo que no nos atrevíamos, no para herir, sino para conectar, porque hay pocas cosas tan revolucionarias como alguien que se atreve a decir la verdad sin disfrazarla y tiene luego la valentía de quedarse ahí, firme, escuchando también la verdad del otro. (O)